Cada cierto tiempo leo en la prensa reportajes sobre lugares que son considerados los más peligrosos del mundo. Estos pueden cambiar a gusto del redactor, pero todos coinciden en algo: ninguna persona racional celebraría en ellos su fiesta de cumpleaños con la abuela y los niños. Cuevas de más de un kilómetro de profundidad que se anegan cuando llueve, piscinas naturales bajo grandes cascadas, montañas que resultan letales para alpinistas intrépidos, inestables puentes colgantes, playas frecuentadas por tiburones, volcanes con la insidiosa costumbre de entrar en erupción... Las imágenes sobrecogen, pero desde la pantalla de mi ordenador el peligro que entrañan se percibe como relativo. No todos tenemos la pretensión de emular a Indiana Jones o a James Bond ni disponemos de energías ni fondos suficientes para recorrer miles de kilómetros en busca de una peripecia extrema que contar a los amigos --cuando esta no se convierte en mortal--.

Lo que debería asustarnos no son estas postales alternativas que representan escenas improbables en sitios a los que quizá no iremos nunca, sino amenazas más mundanas. Es lógico pensar que el lector de este artículo no termine sus días camino de la montaña sagrada de Hual--Shan, en China, sino en un accidente de tráfico, víctima de un cáncer o simplemente presa del aburrimiento.

La violencia de género se cobra cada año decenas de vidas de mujeres en lugares a priori nada peligrosos como la cocina del hogar o la peluquería.

En estos días cuatro chicas han sido violadas en las fiestas de San Fermín. Imagino la prevención de estas mujeres ante la desbandada del toro de turno, ignorantes de que el mayor peligro no lo entrañan las astas de un cuadrúpedo, sino un desalmado de dos patas dispuesto a demostrar, una vez más, que la violencia más insoportable no habita en una cascada o en un volcán, sino en ese rústico primate que llevamos dentro.