XCxomo si fuera el Guadiana, en la agenda de la legislatura actual aparece y desaparece la promesa de legislar sobre los problemas que genera la dependencia en el seno de la población española. El envejecimiento es una cuestión importante en el mundo occidental, sobre todo cuando se asocia a situaciones de dependencia entre los familiares mayores y sus descendientes. Por un lado, las personas con problemas graves de salud hoy sobreviven hasta edades muy avanzadas, y los años de más que vivirán lo harán probablemente con alguna discapacidad. Y aún más cuando el promedio de edad de los que mueran sea tan alto que la mayoría pase sus últimos años aquejados de enfermedades crónicas múltiples y con mayor vulnerabilidad. Esto trae consecuencias trascendentales para las políticas públicas, que exigen dar una respuesta factible y responsable a las necesidades que genera la dependencia y atención de nuestros mayores. Aunque sea muy tentador política y socialmente, en un Estado del bienestar deficiente como el nuestro, resolver los nuevos retos por la vía tradicional de abrir una nueva cobertura pública burocratizada, vale la pena iniciar una reflexión sobre cuál ha de ser el papel del sector público en esta nueva esfera de protección social, sobre su alcance, incidencia y sostenibilidad económica. Y que sea coherente con el binomio, socialmente deseable, entre las responsabilidades públicas y las privadas, antes de que se inicien procesos de difícil reversibilidad. Conviene, pues, valorar las opciones de intervención, dadas las incertidumbres asociadas a la evolución futura de las necesidades de cobertura. Estas están relacionadas, como se ha dicho, con la edad, la morbilidad --número de casos por cada grupo de riesgo-- y demás discapacidades funcionales de nuestra población. También con los avances tecnológicos o los nuevos factores de riesgo, sociales o de estilo de vida.

Pero lo que importa son las soluciones. Conviene destacar que las predicciones sobre la evolución futura de los cuidados que serán necesarios varían mucho según la hipótesis que se formule. Por ejemplo, retrasar tan sólo un año el momento en que aparece la situación de dependencia rebajaría en un 25% la previsión de gasto que hoy se puede calcular para el 2050. En todo caso, es probable que algunas formas de cuidados informales se deban mantener como hasta hoy para garantizar la sostenibilidad general del sistema. De ahí la importancia de que la entrada de una política pública no incline las decisiones de las familias a favor de internar a las personas mayores dependientes. Si los cuidados informales actuales se eliminan totalmente, con incentivos contrarios a la asunción libre de estas tareas por parte de las familias (por falta de políticas compensatorias apropiadas que eviten los ingresos en centros), la viabilidad de la cobertura de la dependencia parece menos factible desde un punto de vista financiero. Existen pocas dudas entre los expertos de que la futura financiación de la protección a la dependencia no es abordable sin la participación económica de los usuarios. Pese a ello, no está claro si será posible la cobertura voluntaria de la dependencia mediante seguros privados, incluso incentivados. También resultaría controvertido que la Administración obligase a suscribir un seguro estrictamente privado. Hay que añadir la dificultad de estructurar desde la situación actual (cuidado informal y a menudo sumergido, con mano de obra inmigrante) un mercado laboral para dichos servicios que sea más eficiente, con más formación, calidad asistencial y que sea abordable financieramente. Por lo demás, existe una amplia aceptación entre expertos sobre la conveniencia, en caso de provisión pública de estos cuidados, de que se haga de manera coordinada con los servicios sanitarios, pero evitando la sanitarización organizativa y la integración vertical o jerarquizada de prestaciones, para avanzar en la cultura de que la responsabilidad debe ser en parte colectiva y en parte individual.

En las actuales circunstancias presupuestarias, la universalización pública de la dependencia (indiscriminada, sin necesidad de probar de qué medios se dispone) no parece que pueda mejorar la equidad social. Parece más adecuada una política selectiva, no universalizada. Aunque es dudoso que, en su estado actual, la gestión pública esté preparada para responsabilizarse de las prestaciones y comprobar caso por caso quién las necesita y quién no las puede financiar. Pero de todas formas, parece incongruente que una prestación que se acabe definiendo como asistencialista, administrada públicamente y de naturaleza universal, se sufrague con el superávit del sistema contributivo de la Seguridad Social. Más fácil es valorar que el desarrollo de un mercado de rentas vitalicias e hipotecas inversas que complemente la capacidad financiera de la población pensionista, otorgando liquidez a los patrimonios afectados, sí puede evitar que toda la presión de crecimientos futuros de gasto se concentre en la fiscalidad pública.

*Catedrático y consejerodel Banco de España