Cuando Bartomeu accedió a la presidencia, se dijo de él que era un buen tipo, agradable, sensato y listo. Discrepo de algunas de estas calificaciones. En los últimos años Bartomeu se ha movido como pulpo que mantiene la mitad de sus tentáculos en el agua y la otra mitad, fuera de ella. O sea: ni está seco ni está húmedo, sino todo lo contrario.

El fichaje de Neymar fue un fraude fiscal y una chapuza, y la posterior fuga del astro al PSG tampoco dejó al presidente en buen lugar. En relación con la euforia independentista, Bartomeu, una vez más, ni carne ni pescado. No ha comulgado con todas las peticiones de los independentistas, pero tampoco las ha combatido. Un ejemplo de su actitud salomónica: el día del referéndum del 1-0 no accedió a suspender el partido contra Las Palmas, tal como ordenaron los mandamases del procés, pero tampoco favoreció la normalidad y el partido se tuvo que jugar a puerta cerrada.

La última exhibición de su supuesta inteligencia es afirmar públicamente su deseo de que Messi gane el Mundial. Su declaración es de una torpeza mayúscula, como demuestra el malestar que ha generado entre los jugadores internacionales del Barça, entre los hinchas del Barça procedentes de diversas comunidades de España, y entre cualquier aficionado español al deporte rey. Y tampoco creo que a Messi le inspire demasiada confianza esta estrategia adulona de ganarse su favor.

Por si fuera poco, ahora le ha salido un contrincante que pretende arrebatarle las riendas del club, el empresario Víctor Font, un independentista -este sí con las ideas claras- que intentará, si llega al cargo, convertir al Barça en una maquinaria proindependentista (aún más).

Bartomeu, mitad pulpo de océano mitad pulpo de salón de casa, hombre de medias tintas -y nunca mejor dicho-, se antoja hermano gemelo de Rajoy. Más pronto que tarde terminará, como el ya expresidente, contra las cuerdas.