Qué pensaría el lector si yo afirmara con rotundidad que puedo curar el autismo con una mezcla de clorito de sodio y agua, que sano el cáncer con una planta, o que las vacunas no sirven para nada? Los lectores con espíritu crítico dirían que soy un bocachancla, un peligro público, alguien digno de recibir tratamiento psicológico.

Pero todo es cuestión de profesionalizar el discurso. Aderezarlo con términos como «medicina alopática», «la mafia de las farmacéuticas» (no se pierdan el neologismo «farmafia») o «no existen las enfermedades incurables», y de paso criticar sin piedad los efectos secundarios de los medicamentos.

Es lo que hace, desde hace décadas, el curandero catalán Josep Pàmies, ganadero y propietario de una empresa que se dedica a la venta de plantas «milagrosas».

A sus delirantes afirmaciones sobre la hepatitis C o el sida hay que añadir la promesa de que curaría su propia insuficiencia coronaria comiendo ajos crudos.

No ha sido así: nuestro organismo no está para tonterías dialécticas, y al final el gurú Pàmies ha sufrido un infarto de corazón. Eso sí, llegado el momento, no ha tenido el menor problema en acudir a Urgencias de un hospital de Gerona, donde le pusieron un stent.

En la hora (casi) final, Pámies renunció a sus soflamas y a su aparato dialéctico torticero y se puso en mano de doctores de verdad, de la medicina de verdad, de medicamentos y sistemas médicos de verdad.

No sufra su legión de seguidores: dentro de poco lo tendrán al pie del cañón, dispuesto a ofrecerles soluciones fáciles para problemas difíciles. Si alguno de estos seguidores es más papista que el papa (que haberlos haylos) y no da marcha atrás cuando la cosa se ponga seria, algo que sí hizo Pàmies, es posible que tengamos que lamentar alguna muerte.

Pequeñeces, en cualquier caso. ¿De qué sirve vivir si uno no puede darse el placer de consumar el autoengaño más destructivo?

* Escritor