WLw a pompa y envaramiento imperiales que enmarcaron ayer la sucesión de Vladimir Putin por Dmitri Medvédev en la presidencia de Rusia fueron algo más que una parábola de los objetivos fijados por el presidente saliente durante ocho años de regeneración política y económica, y por el entrante, al que se supone fiel continuador del legado que recibe. De hecho, Medvédev debe su corta e imparable promoción política a Putin, que buscó en la joven burocracia a alguien capaz de aceptar la jefatura del Estado a cambio de tenerle a él de primer ministro. Pero la profundidad y duración de esta deuda de gratitud abre no pocas incógnitas de futuro en un país más acostumbrado a gobernarse mediante el poder absoluto de un solo hombre --el zar, el primer secretario del partido, el presidente-- que al reparto del poder y la separación de las tareas representativas de las de gobierno. Aunque el experimento se lleva a cabo en un contexto de extraordinaria pujanza económica, con el petróleo y el gas como herramientas esenciales del crecimiento, la orientación y disciplina de los poderes fácticos de la Rusia poscomunista --los oligarcas, el Ejército y los servicios secretos-- se atiene a vínculos personales y fidelidades no siempre confesables en el centro de los cuales se encuentra Putin y no Medvédev. Porque, aunque las formalidades democráticas han llegado al Kremlin, no lo han hecho con el ímpetu necesario para desterrar las tradiciones más arraigadas de culto a la personalidad y añoranzas imperiales. Algo que con toda seguridad inspirará desde hoy a Putin en su nueva función de primer ministro, antesala probable de su regreso a la presidencia dentro de cuatro años.