La semana pasada contaron en la radio el caso de un hombre, casualmente extremeño, un señor de campo amante de las cosas buenas y sencillas, al que le gustaba sentarse cada noche en el porche de su finca para despedir la jornada con unas generosas tajadas de melón. Y cuando alguien le recordaba que comer melón por la noche no es bueno, pues puede provocar molestias digestivas, el buen hombre alegaba: “¡Pero qué sabrá el melón si es de día o de noche!”.

Desde entonces no puedo evitar recordar esta anécdota cada vez que acudo al gimnasio.

Tras el confinamiento, las instalaciones del gimnasio incorporaron un riguroso paquete de medidas anti-COVID-19: sistema de reservas y control de aforo a través de la APP, balizas para ordenar la circulación de sentido único en todas las circulaciones, calles de nado de sentido único en piscinas, aforo restringido, uso obligatorio de mascarillas y del gel hidroalcohólico, protocolo de limpieza y desinfección intensivo en suelos y paredes de todo el centro, tratamiento especial del aire, pantallas de separación en los vestuarios…

En fin, incluso los más profanos en la materia darían por válido semejante despliegue sanitario. Pero, ante las nuevas normas dictadas por los dirigentes, el gimnasio se ha visto obligado a reducir su horario, y ahora no cierra a las doce de la noche, sino a las diez. Es decir, que desde las seis de la mañana hasta las diez de la noche acudir al gimnasio es seguro, pero a las diez, justo cuando menos clientes hay, urge que cierre sus puertas para evitar contagios.

La medida lleva el sello de la política: en sí misma no sirve para nada, pues el gimnasio, al igual que el melón de nuestro campechano amigo, no entiende de horarios.

El caso que narro, aun siendo menor, demuestra una vez más la arbitrariedad y futilidad de ciertas decisiones impuestas por las administraciones sanitarias que nos han tocado en suerte.