Se acumulan las malas noticias para el mundo de la caza. Hace unos días comentaba el descenso, uno año más, de la expedición de licencias en Extremadura. Una tendencia que se repite en todo el país y refleja el paulatino envejecimiento de las sociedades de caza. Pocos días después se denunciaba la muerte de cuatro linces ibéricos a manos de cazadores en la comarca de los Montes de Toledo. Y el domingo pasado nos enterábamos del preacuerdo de la Junta con un millonario madrileño para albergar en Olivenza una colección de más de mil animales disecados fruto de sus cacerías por todo el mundo.

Esta última noticia ha generado una sustanciosa polémica. No solo por el rango de los animales cazados y embalsamados (muchos de ellos al borde de la extinción) o el desparpajo con que este empresario exhibe en la prensa sus delitos fiscales, su rancia filiación franquista o el obsceno mundo de los safaris de lujo de los que participa (en los que el último grito parece ser pagar por cazar animales de colores inusuales logrados por selección genética). Lo más sorprendente de todo es el modo en que este señor ha pretendido «librar a su mujer e hijas» de los animales disecados que copan su palacete: tirando de vínculos personales -dice ser primo lejano del presidente de la Junta- y proponiendo una fundación público-privada para sostener un «museo de caza» con su nombre en Olivenza. Sin duda, Berlanga hubiera hecho de todo esto una nueva y descacharrante versión de La Escopeta Nacional.

La reacción de tanta gente a este último caso, o al de los cuatro linces muertos en Castilla-La Mancha, pone sobre el tapete un asunto que, tarde o temprano, el mundo cinegético tendrá que afrontar. La caza es percibida, cada vez por más personas, como una actividad que despierta muy justificados reparos morales. No hace falta ser animalista o ecologista para advertir que acorralar y disparar a animales por el puro placer de hacerlo es, cuando menos, cuestionable. Los animales no son personas, desde luego. Pero tampoco son simples dianas móviles. Hacerles sufrir hasta la muerte por puro deporte empieza a ser considerado por la inmensa mayoría como algo moralmente injustificable. La caza deportiva ha de buscar nuevos derroteros y opciones.

De otro lado, los argumentos que dan los defensores de la caza para librar a este «deporte» de su decadencia son muy endebles. La actividad cinegética puede reportar, en ciertos contextos, algunos beneficios medioambientales, sobre todo en relación a la superpoblación o extinción de ciertas especies (un efecto provocado, a menudo, por los propios cazadores, deseosos de introducir ciertos animales -véanse las numerosas granjas cinegéticas, especialmente de jabalíes- y de eliminar depredadores o «alimañas» que les puedan hacer la competencia). Pero esto no es de ningún modo generalizable. La protección del medio ambiente está, hoy, en manos de la Administración y de las leyes, uno de cuyos objetivos es restaurar la capacidad de regeneración y regulación natural de los ecosistemas, como se hace en los espacios naturales que gozan de la mayor protección.

El resto de argumentos a favor de la caza son igualmente discutibles, sobre todo si se los contrapone a la consideración moral que hacíamos antes. Ningún beneficio económico, tradición o ejercicio de libertad individual justifica que se haga sufrir innecesariamente a animales tan anhelantes de vida y sensibles al dolor como nosotros. El respeto a otros seres vivos y la idea de que estos no deben considerarse como meros objetos para nuestro entretenimiento son principios tan asentados ya en la sociedad que incluso forman parte de los contenidos curriculares que los docentes hemos de transmitir en clase. De ahí también la preocupación por las campañas de promoción de la caza en los colegios.

Nadie niega, en fin, que la milenaria cultura de la caza sea, como cualquier tradición, algo digno de conservar. Pero, mayormente, en un museo. Un museo en que se muestre, desde una perspectiva científica y artística el rico y complejo universo de la caza. Nada que ver, por tanto, con la casposa colección de momias que pretende transferirnos ese millonario pre-constitucional desde su mansión de la Moraleja.

*Profesor de Filosofía.