Autor teatral

Escribo al dictado de una pandereta y mi presunta mesa es, ahora, una zambomba con un rum-rum cansino y pajero: cada año, más de lo mismo. Sé que algunos pensarán que lo mío es simple pose, ganas de joder y provocar, para luego tirarme toda la noche cantando villancicos a la burra, a la Virgen y a Poncio Pilato si se terciase. Les aseguro que no. ¡Qué más quisiera yo, que toda mi existencia girara por estas fechas entre las bolitas coloradas del árbol y el cargonet del Portal de Belén! Pero nada, y mira que lo intento. Tanto, que me disfrazo de pastorcillo errante y salgo a la ciudad para ver si me impregno del tan tatareado espíritu navideño. Ni de coña: lo que se impregna es mi tarjeta de crédito, que se queda tiritona, algo normal por estas fechas de paz, amor y temperatura. He llegado a la conclusión --yo también pienso, no se crean-- que la Navidad es un territorio de la infancia, y nosotros --los adultos y vejestorios-- una especie de Peter Panes que se niegan a dejar la ensoñación de ese territorio, aunque nos caigamos de desesperanza. Nada me es ajeno de la Navidad pero no porque yo no lo quiera, sino porque formar parte de esto exige una factura. Me asquea el calvo de la lotería --si es tan mago, por qué nunca me toca-- y las Anas Rosas Quintanas que no se quitan de la ropa felicidad y amor ; las Muñecas de Famosa , la estrella de Belén. Hasta los camellos me retortijean el estómago, con su andar cansino año tras año. Y por si fuera poco --como sé que no te gusta el caldo, tómate tres tazas-- tenemos el interludio de Papal Noel... ¡Si es que somos!

Sin embargo, no estoy inmunizado del todo. Cuando escucho vuelve a casa por Navidad , los pelillos se me erizan y me vuelvo pura añoranza; mi padre, mis amigos, mi infancia, todos caben en este canto de esperanza, que jamás me devolverá tantas ausencias. Cuando alguien te falta, la mesa es lúgubre, y la vajilla vestada son platos y sillas vacías que nunca se ocuparán. Mientras no falta nadie vuelve , pero si alguien se ha ido, huye. Este año sin embargo creo en la Navidad, en el nacimiento --no del niño Dios, sino de alguien más cercano, que no es Jesús pero sí Mario.-- Como se espera de la Navidad, nació y vivió, no de una madre virgen sino de una madre enamorada y de un padre que hace milagros cuando se sonríe viendo a su hijo. Y servidor, agraciado con ser su padrino, si es uno sabrá serlo. Pero ahí está Mario, encarnando el milagro de la creación, de la vida que se renueva, y lo mismo da que le acunemos con villancicos que con una jota aragonesa. Su sueño no necesita de bueyes, ni de reyes, solo el desasosiego y la dicha de verlo crecer y alejarse cerca de nosotros. Mario y otros tantos son los verdaderos niños de un pesebre que se llama futuro. El oro, el incienso y la mirra serán la metáfora de la fortuna que le deseamos a su recién estrenada existencia. Mario es la Natividad en sí. Yo le hablaré de los Reyes, del misterio de sus ropajes, de sus camellos bobalicones, de sus alforjas repletas de deseos. Cuando Mario renueve a su vez otra vida, él sabrá si es Navidad. Este año, para mí sí. Después de todo, no soy nadie: Feliz Navidad y ta, ta, ta, ta.