Decía llamarse John Moore. Choú Maré en los papeles de su primera detención. Lloma, así, a las bravas, para los alicantinos. Vino en un barco de nombre extranjero,… En 1914 ardió el petrolero Tiflis en las dársenas del puerto de Alicante y, desde entonces y hasta su muerte, el negre encalló en Alicante. Pero ni era hermoso, ni era rubio como la cerveza. Negro desde que lo parió su madre. De estatura homérica y bronca sexualidad, acumuló un largo historial delictivo. En una ocasión le detuvieron por arrojar un niño al mar y en otra por forzar a una menor. Sucio, descalzo,… siempre descalzo, al raso de los prostíbulos, jugador y pendenciero. Nunca trabajó en nada, nunca quiso trabajar en nada; ambas dos circunstancias le granjearon tal fama de gandul que solo la de sucio la excedía. Tan sucio que las gentes de mala baba bromeaban con limpiarlo a base de untarlo en betún y bruñirlo con un paño.

El malhadado Lloma murió como un perro un día de noviembre de 1936. De frío. De hambre. De sí mismo. Trasladado al Hospital Civil, en su certificado de defunción escribieron escuetamente: edad: 46 años, causa de la muerte: alcoholismo crónico. Acabó en la fosa común del cementerio. Fila 9. No hubo flores. Ni oraciones, ni camaradas, ni promesas de revolución.

No hubo orden de fuego. Tres descargas a capricho. Tres. A bocajarro. A las piernas primero. Al final, Guillermo Toscano, el que se quedó con su abrigo, el abrigo de José Antonio, le descerrajó un tiro en la sien. Fosa común. Fila 9. Tampoco hubo flores. Ni oraciones, ni camaradas, ni promesas de revolución alguna.

Acabada la guerra fue Javier Millán Astray, el sobrino del militar, y primer falangista que entró en Alicante, quien de la mano del conserje del cementerio, Tomás Santonja, exhumó los restos del que fuera vértice de luceros. No hubo forense, tan solo el farmacéutico de Muchamiel. El cadáver se hallaba decúbito prono. Cuatro cadáveres por encima. Y. más arriba, coronándolo todo, un sexto cadáver, este sí, en su ataúd. Según testimonio escrito del propio Millán Astray, los pies descalzos de José Antonio ya habían sido devorados por los gusanos. Junto a los despojos de aquel gigante de estatura homérica tan solo un minúsculo crucifijo. Él, sin duda.

Más en Alicante hay quien asegura que aquel era, sin duda, el Negre Lloma. Pudiera ser. Pudiera ser que John Moore recorriera, a hombros de los camaradas de otro y en féretro ajeno, las tierras infinitas de España desde Alicante hasta El Escorial. Pudiera ser que la calavera monda del Negre Lloma reposara, cual polizón del Tiflis, camarada cocinero, bajo la Cruz del Valle de los Caídos. Que fuera él, el Negre, el primero de los caídos. El vértice de todos aquellos otros luceros que descansan a su lado. Vecinos de huesa.

Puede que ahora, por fin, el Negre Lloma tenga flores, oraciones, camaradas y promesas de revolución. Con eso basta. Nada son los huesos. Nada las mondas calaveras. Nada importa quién. Nada si la maledicencia lo es o no lo es. Solo son huesos de hombre. Del mismo hombre. Todos los hombres somos el mismo hombre. Da igual que los saquen del Valle. No importa que les aguarde otra fosa común como aquella de noviembre. No importa. Queda la idea. Y la palabra. Escondida en los libros... Algún amanecer, en alguna biblioteca, algún día algún joven, leerá y dirá patria y dirá justicia y dirá revolución.

Desde 2016 el Negre Lloma tiene calle en Alicante. José Antonio la tuvo. Dos gigantes de estatura homérica… que murieron descalzos. Me voy al Valle, a preguntarle al Negro Lloma por España. A rogarle que nos tenga en sus oraciones. A renovar ante las calaveras mondas de los muertos, de todos los muertos de la vieja Iberia, la promesa de vivir y morir hacia lo eterno.