La desaparición de Paul Newman representa el final de una cierta manera de entender la interpretación. Newman es el último estandarte de la escuela del Actor´s Studio que, a partir de la década de 1940, impulsó en EEUU las técnicas actorales del maestro ruso Stanislavsky. Fallecido a los 83 años, después de más de 50 de brillante trayectoria, supo esquivar la tentación de convertirse simplemente en un sex symbol para entrar por la puerta grande en la historia del cine, con al menos una docena de películas de primer nivel y tres óscar en reconocimiento a su arte.

Empezó su carrera en el teatro, en Broadway, pero enseguida empezaron sus triunfos en Hollywood, en 1956, con su papel de boxeador en Marcado por el odio. Luego vinieron actuaciones en diferentes piezas adaptadas de Tennessee Williams y, por solo citar unas cuantas, creaciones tan memorables como las de Dos hombres y un destino o El golpe , que forman parte de la memoria sentimental de toda una generación. O la autorevisión irónica de su buscavidas en El color del dinero. O su colosal gánster despiadado en Camino de perdición, su último trabajo.

Es difícil resumir en pocas líneas las aportaciones de Newman, que tocó todos los géneros, que participó en éxitos comerciales de dudosa calidad (en los 70) y que supo desmarcarse de la industria para ofrecer su vertiente más personal, incluso como director. Por no hablar de su compromiso político demócrata contra la guerra del Vietnam. Su última lección es la dignidad con que ha afrontado su enfermedad y el deseo de permanecer al margen del chismorreo. Un mito de ojos azules que nunca morirá en nuestro recuerdo.