Una de las preguntas recurrentes de los lectores habituales que se dirigen a mí se refiere al futuro de la izquierda. Critiqué al PSOE por no acelerar las necesarias transformaciones; me ilusioné con que el espíritu del 15-M cristalizara en un progresismo moderno; y el nacimiento de Podemos me suscitó una prudente esperanza que dio paso a una rotunda desesperanza consolidada con el evidente fracaso de Syriza, que no ha podido hacer nada de lo que Podemos dice que podrá. De ahí la pregunta: ¿y entonces, qué? Si hay una cosa de la que estoy seguro es que la izquierda --toda la izquierda-- necesita gafas nuevas. Cuando yo empecé a hablar de "nueva política" en 2010 no me refería a cambiar el traje por los vaqueros, sino a buscar un nuevo paradigma progresista.

La socialdemocracia moderna (socioliberalismo, dicen) se encuentra en estado de coma tras un grave accidente provocado por su éxito; no sé si fallecerá, pero aunque sobreviva no lo hará con su antiguo rostro. Por otro lado, la izquierda a la izquierda de la socialdemocracia --tener que llamarla así ya es significativo: no tiene identidad-- intenta construir hegemonía con retales de socialdemocracia clásica y neocomunismo democrático. La nueva sociedad se parece poco a aquella en la que nació todo eso. La irreversible globalización cultural, el éxito del Estado de bienestar y la hegemonía del capitalismo suponen una transformación que imposibilita hablar el mismo idioma político que hace un siglo. El mantra "sigue habiendo ricos y pobres" es quizá la forma de impotencia más patética de la vieja izquierda.

Cuando los obreros de la fábrica rusa Putílov se convirtieron en núcleo de las revoluciones de 1905 y 1917, apenas hacía medio siglo que se había abolido la servidumbre, reinaba el último de la dinastía Romanov (al mando desde 1613), Rusia era esencialmente rural (85%), la I Guerra Mundial había causado allí dos millones de muertos y la hambruna era generalizada. Los bolcheviques --malinterpretando a Marx-- iniciaron una nueva época soviética que desde Lenin (1917) hasta Chernenko (1985), pasando por el criminal Stalin, marcó el modelo ideológico de la izquierda hasta la caída del Muro de Berlín (1989).

SI UNO MIRA hoy la lista Forbes (ese 1% de ricos que "podría simbolizar" lo mismo que los Romanov en el siglo XIX) observa que Bill Gates es hijo de abogado y profesora universitaria, y estudió en un colegio público; Amancio Ortega es hijo de un ferroviario de Valladolid y comenzó trabajando como empleado en tiendas textiles; y Carlos Slim, hijo de un emigrante libanés que se instaló en México con catorce años. Ninguno forma parte de ningún gobierno (no se les puede "derrocar") y todos son ricos por obra y gracia del liberalismo (no de una monarquía hereditaria).

Este cambio social sin precedentes obliga a la izquierda a hilar más fino entre la "propiedad privada fundada en el trabajo personal" y la "propiedad privada capitalista", sin olvidar que la idea de "propiedad privada" (en general) se encuentra incorporada como derecho en todos los textos constitucionales que rigen el mundo moderno. Otro vericueto por el que la izquierda se ha perdido es el de la mundialización. Durante décadas, se ha peleado contra molinos de viento con la antiglobalización como icono ideológico. Un icono que no solo ha sido estéril, sino que intrínsecamente no es progresista.

Si sumamos la desnaturalización marxista --nunca corregida-- que se encuentra en la génesis de la izquierda "moderna ", la ya inoperante lucha por el concepto de Estado (no existen las monarquías absolutas), el fracaso histórico de las economías centralizadas (ni aumentan el bienestar ni disminuyen la corrupción ni mejoran la democracia), la ineficacia de la antiglobalización y el éxito del cambio social que ha permitido a clases bajas convertirse en élite económica en solo una generación, parece evidente una cosa: la izquierda necesita un paradigma casi completamente nuevo.

Un paradigma que requiere una ardua elaboración conceptual pero que pasa, en mi opinión, por aunar un conjunto de ideas donde quepan desde los neocomunistas hasta los socioliberales. Ideas que acepten la globalización intentando gobernarla desde un radical internacionalismo y que defiendan una economía mixta con fórmulas para que la propiedad privada a partir de un límite redunde en bien común. Y, sobre todo, ideas que vuelvan a las raíces marxistas para recuperar su hondo humanismo, ese que reclama el placer del hombre por la conexión con el fruto de su trabajo; placer basado en la profunda conciencia del equilibrio personal y social, y no en el gigantismo insostenible de un Estado que nos permita ganar más trabajando menos, y así seguir gastando en bienes y servicios que no necesitamos para ser felices y cuyo consumo masivo solo alimenta el monstruo del capitalismo salvaje.