La música sonaba suave, como queriendo acompañar el ambiente de asociación vecinal de aquel bar de gran ciudad. Era sábado noche y la gran esperanza olímpica, vendida como ganadora, se había disipado a las primeras de cambio. Madrid 2020 me recordó entonces a Cáceres 2016, al sabor de una derrota también a las primeras de cambio cuando parecía que el triunfo estaba a la mano.

Ajenos a un nuevo desastre que dañaba la autoestima de la capital, los dominicanos del local tomaban cerveza y pollo frito como si nada hubiera pasado. La noche era para disfrutarla y ninguna derrota, por muy dura que fuese, iba a acabar con la fiesta. Fuera había comenzado a llover y las calles se habían vaciado como si las malas noticias hubiesen ahuyentado a quienes se preparan para celebrar el éxito.

Por momentos, sentí que la ciudad tenía corazón y que sus pulsaciones habían bajado tanto hasta rozar la depresión por no lograr el objetivo. Recuerdo los días siguientes a la eliminación de Cáceres de la carrera a la capitalidad cultural europea del 2016, ese sentimiento de desánimo que invadió calles y avenidas, frustró a quienes lucharon por conseguirla y, sobre todo, dejó pasar un tren que, quién sabe, a lo mejor hubiera servido como la gran campaña de imagen de la ciudad en años.

El paso del tiempo ha servido para hacer olvidar el golpe de no conseguir aquel proyecto y parece que ni siquiera han pasado tres años de esa derrota en Madrid. Lástima que nadie se diera cuenta de que, también allí, una ciudad perdió ese día la oportunidad de crecer.