Pese a que el Gobierno presentó ayer el déficit tarifario como parte de la herencia recibida del Gobierno anterior, en realidad es un problema que viene de mucho antes y al que contribuyó decididamente el PP cuando Rodrigo Rato era el ministro de Economía y vicepresidente del Gobierno de José María Aznar . El sector eléctrico español, pese a las profundas transformaciones de los últimos años, tiene un pasado de sector público --por estratégico--, de opacidad e intervención del Gobierno que ha hecho muy difícil su gestión. Esos antecendentes son los responsables de que las grandes liberalizaciones previas a nuestra incorporación a la moneda común, las que llevó a cabo Aznar, fracasaran en lo tocante al mercado energético.

A la vista de que la competencia no reducía ni los costes ni las tarifas, el Gobierno decidió embalsar el sobrecoste --le puso el nombre de déficit tarifario-- y transformarlo en deuda. El objetivo principal en aquel momento era evitar que la repercusión de los costes en las tarifas dispara la inflación y España no pudiera cumplir las condiciones de Maastricht. Y el trato consistió en que el Estado reconocía la diferencia entre los costes de las eléctricas y sus ingresos a través del recibo como una deuda que contraía con el sector.

Cuando aparecieron las energías renovables, el Estado hizo un pacto semejante: ayudar para que los elevados costes de su producción no desincentivaran a los inversores en energía verde, lo que por cierto dio lugar a un boom de cazadores de subvenciones.

Ahora, el Gobierno tiene que poner orden ante un déficit de tarifa que suma 26.000 millones y que respalda el Estado. El plan de ahorro anunciado supone que los Presupuestos aportarán 900 millones al año y las compañías --mediante recortes de ayudas, compensaciones y subvenciones-- 2.700. Los consumidores pagarán otros 900 más (el 3,2% de subida de la factura). En total, 4.500 millones que contribuirán a no generar más déficit y a reducir el existente.

Como se puede ver, la reforma presentada ayer consiste en poner los medios para frenar la sangría, pero no cambia nada. No es un plan de política energética, capaz de encauzar la actividad de un sector tan importante para los próximos 15 o 20 años, sino un remiendo de urgencia para evitar el desastre inminente.