En aquel lejano país de Oriente, vivía un morabito muy santo y muy sabio, ermitaño de apenas un chamizo que había construido él mismo con barro y cañas entrelazadas. Lo situó al final del oasis que trabajaban sus convecinos, allí donde el verdor de los cultivos y la sombra de las palmeras se acababan y la monotonía de la arena se instalaba ante la vista de los humanos. Nuestro santo pasaba los días, como era de esperar en un hombre de su condición, rezando, ayunando y reflexionando sobre las grandes cuestiones que a todo humano deben preocuparle. ¿Para qué he nacido?, se preguntaba entre ruidos de sus tripas huérfanas de alimentos. ¿Existe la Verdad Absoluta? aventuraba entre somnolencias. Y si es así ¿me concederá Alá al menos una brizna de ella, aunque sea tan ínfima como el peso de los hilos de las arañas? Pues, hay que decirlo, por entre los abundantes orificios de las paredes de su choza, se colaban con facilidad los vientecillos que movían las telarañas del techo. De pobreza extrema, no poseía más ajuar que su jergón para dormir, una escudilla para beber y una banasta colocada en la puerta donde, de vez en cuando, sus convecinos del pueblo de Tafhil, apiadados y admirados de su austera santidad, depositaban alguna fruta o algún pan con que aliviase sus privaciones. Era, ya se ha dicho, un hombre santo, sacrificado y ennoblecido por la reflexión. Por eso, en el cercano pueblo, se tomó la costumbre de acudir a solicitar su consejo cuando alguien consideraba que estaba ante un problema de difícil solución o que debía tomar una decisión complicada. Novias que no estaban convencidas de las intenciones de sus pretendientes, maridos celosos, campesinos que vendían un terreno, padres que no sabían cómo repartir la herencia…

UN DÍA, AL ATARDECER, con cansino paso y ademán de preocupación, se acercó hasta la cabaña el cadí del lugar. Tras saludar al santo, se sentó en la arena, pues no otra cosa había para sostener las ilustres posaderas, y le habló así: Venerable hermano: tengo un problema con el riego: ¿Deben pagar el impuesto del agua por igual todos los campesinos o según el lucro que obtengan y la riqueza que disfruten? El hombre santo aconsejó al cadí que reuniese al concejo comunal y plantease la cuestión a sus integrantes. Así lo hizo, mas al cabo de un mes regresó junto al morabito para decirle que en el concejo se habían formado dos bandos: los unos defendían que los pobres pagasen más, pues con toda seguridad serían recompensados en la otra vida con un lugar preferente en el Paraíso, mientras que los otros sostenían que los ricos debían pagar el doble, habida cuenta que doblaban con mucho las propiedades de los humildes. Pues regresa y establece que gobiernen por turnos cada bando y que la gestión del agua se haga según decida la mayoría. Pasaron varios meses y de nuevo apareció por el chamizo el apesadumbrado cadí. Hice como me dijiste, oh virtuoso eremita, pero ahora hay en el concejo no dos, sino cuatro bandos. Y cada uno defiende un criterio dispar, y se insultan y enzarzan en discusiones banales y eternas que a nada conducen. Y lo que más me asombra, exponía el cadí, es que aquellos que hace poco sostenían un criterio cuando estaban al frente del cabildo, una vez no rigen, con la misma vehemencia sostienen entonces el contrario y eso sin sonrojarse.

Querido hijo, les respondió el morabito, eso que me dices es un espanto, pues a nuestro pueblo ha llegado una terrible enfermedad. ¿Y cuál es? preguntó el cadí. Se llama el juego político. ¿Y este mal tiene cura? Ninguna, a no ser que quien lo padezca sea persona inteligente, honrada y altruista.

Entristecido, el cadí abandonó su cargo y el pueblo, construyó otra choza parecida a la del ermitaño y desde entonces Tafhil cuenta con dos santos morabitos. Y siguen sin resolver el asunto del riego.

El que tenga ojos para ver, que vea y mente para pensar, que piense.

*Catedrático de instituto jubilado.