Una vez más, se cumple ese rito estival de mi encuentro con el amigo Pasmarín. Pasmarín de Serragatania, caballero exiliado por propia voluntad en las sierras del norte de Extremadura a donde huyó no se sabe bien de qué. Charlar con él es ameno, pero peligroso, pues siempre deja en mi mente una inquietud, algún desasosiego que me suele durar hasta un nuevo encuentro al que inevitablemente le sigue una nueva turbación. En esta ocasión me comunica que desde hace tiempo ya no busca la verdad. Parece algo pretenciosa la expresión «buscar la verdad». Porque en realidad lo que Pasmarín ha perseguido a lo largo de su vida -a veces de forma insistente- no ha sido sino aproximaciones a la verdad, algunas certidumbres que le afianzaran en la existencia con algo de seguridad para poder salir de la zozobra casi continua en que se instaló su pensamiento desde aquellos años de la Universidad. Ese abandono de su indagación personal, bien de la verdad a lo grande o bien de algunas verdades aminoradas, no ha devenido de forma súbita tras algún acontecimiento extraordinario o algún cataclismo interior. Tampoco ha intervenido ninguna potencia sobrenatural ni fuerza extraterrestre que interfiera sus andares en este terrenal mundo. Qué va. Digamos que Pasmarín ha ido convenciéndose de que, como sabe todo el mundo, acerca de la verdad hay estos tres aspectos que aceptar, ya convertidos en tópicos, y que igualmente pueden ser discutibles: es el primero que no existe la verdad absoluta, salvo aquella que establece que la materia existe, y aún así…Y hermanada con ese semiprincipio de veracidad está la evidencia de que nosotros también somos materia, pero enriquecida -como los caldos de Arguiñano-con ese toque exquisito del raciocinio o del alma, según se prefiera. En segundo lugar, que nadie posee el monopolio ni el disfrute en exclusiva de esta abstracción tan filosófica. Y por último, que su búsqueda, el camino que hay que recorrer para encontrarla y asirla, es ciertamente complicado, dificultoso y, a menudo, un tanto aburrido.

Me recuerda ahora cuánto se documentó en sus años de juventud y primera madurez, cuántos libros y artículos leyó, cuántos ensayos consumió. Ponía un celo especial, incluso, en leer los editoriales de los diarios más sesudos para tratar de encontrar luces políticas que le iluminaran (vaya metáfora tan usada, se autocensura) en su deambular por lo que él consideraba la ascesis obligada de todo intelectual progresista.

Pero ha sido en los últimos años cuando la transformación se ha acrecentado, aunque de forma suave y progresiva. Pasmarín ahora busca la verdad en una ciruela, por ejemplo. Suena raro, ciertamente. Suena demasiado pedestre. Pero él afirma que encontrar en un supermercado una ciruela que, aparte de vistosa y lustrosa, luego en la boca sepa realmente a ciruela, con ese dulzor especial y maravilloso de su carne que contraste con la ligera acidez de su piel (que es lo suyo), constituye una parte ínfima pero extraordinaria de toda la Verdad Cósmica. Pasmarín descubre, constata la verdad -ahora en versión menos altisonante- en muchos de los asuntos cuotidianos, y en las cosas que le rodean. Cuando conoce que la señora Joaquina, con ochenta años, en los Santos sigue llevándole flores a su marido, enterrado ya hace más de una década en ese cementerio situado en lo alto de la repinada cuesta. O cuando pasea por el campo y en un momento dado su nieto se le agarra de la mano: entonces siente que ese gesto es otra pequeña parte de una Verdad enorme a la que llamamos vida, que debemos disfrutar con menos neuronas y filosofía y con más piel y corazón.

En cuanto a las grandes cuestiones, a los grandes misterios, le ocurre algo parecido. Por ejemplo, que Dios exista o no -el Demiurgo y la Creación frente a la Materia, el Tiempo y las teorías de los grandes genios-, ya no le preocupa especialmente, pues cree que un paisaje otoñal de encinas en una dehesa es suficientemente bello como para justificarse por sí mismo, es una verdad estética al margen de su origen. Pero si Dios existe, no queda sino alabarle el buen gusto que tuvo al crear Extremadura.