Despertar en los trenes ya era cosa del pasado. Un ejercicio de nostalgia como otro cualquiera los días de estudiante en los que viajaba de Cáceres a Madrid para adentrarme en la gran ciudad. Brilla esta mañana el sol en las vías del invierno mientras la megafonía del vagón anuncia las estaciones hasta el destino final en Badajoz. No hay prisa en estos viajes. Tardan tanto, ya lo sabemos, que el cliente asume el riesgo de pagar a cambio de admirar el paisaje de los campos mientras el verde brilla reluciente porque ya casi es diciembre. En estos trenes de la periferia hay andenes vacíos por donde nunca pasa nadie. Paradas que podrían ser para toda la vida y esa sensación extraña de que la modernidad de un tren rápido para Extremadura será lo más grande que le pueda pasar a esta región en el siglo en curso. Qué quieren que les diga: me sigue pareciendo un milagro que algún día se hará realidad por obra y gracia del Gobierno que nos mande. La España vaciada existe. Las vías también.

Hay algo de aventura en estos viajes hacia el oeste. El lejano oeste grita los nombres de los pueblos que llenan este trayecto de encinas increíbles, almacenes abandonados y carteles oxidados. La sensación segura de que las máquinas avanzan en este túnel del tiempo hacia la modernidad y en pos de la justicia de la mayor afrenta sufrida por Extremadura en la época reciente. Una comunidad autónoma sin un tren de calidad no es futuro. Pero eso ya lo sabemos, mientras el ruido contamina el discurso y la reivindicación. Hay esperanza en la deriva, dice Vetusta Morla en una canción.

Añoramos el objetivo y esperaremos mientras llega. En las vías del desierto y en los campos de la belleza. En la España de la periferia. Digna, pero vaciada de una infraestructura básica a diferencia de otras regiones bien comunicadas con el mundo. El viaje sigue. La meta parece más cerca.

* Periodista