La pasada semana, Javier Cercas (Ibahernando, 1962) sumó a su ya amplia colección de premios literarios el Premio Planeta, como es sabido, «el mejor dotado de las letras españolas» con 601.000 euros, siendo el finalista Manuel Vilas, con solo 150.250 euros. Cifras considerables para un oficio como el de escritor que, normalmente, no da para comer salvo a algunos afortunados por los dioses del olimpo editorial. Tanto Cercas como Vilas son, sobre todo el primero, representantes de lo que ha venido a llamarse «novela sin ficción», donde el protagonista es el propio autor, que considera su vida tan interesante como para prescindir de la imaginación.

La única vez que vi en persona a Cercas fue a principios del milenio, cuando presentó Soldados de Salamina en la Biblioteca Pública de Cáceres. Aún no era una celebridad y la biblioteca estaba casi vacía para escucharlo, a pesar de que la novela se hubiera publicado en Tusquets (luego, como es sabido, se pasó a Mondadori). Me cayó bien Cercas por un par de comentarios, como cuando un profesor entusiasta lo comparó con Cervantes y él replicó abrumado que «por favor, yo al lado de Cervantes soy una cucaracha». También reivindicó su identidad extremeña, diciendo que en Cataluña él siempre recordaba que no era de allí, sino de un pequeño pueblo cacereño del que emigró siendo niño. Como otros extremeños emigrados a Cataluña, se dicen extremeños cuando vienen por aquí y se precian allí de ser tan catalanes como el que más.

Al año siguiente de asistir a esa presentación sería yo quien emigrara, temporalmente, a Alemania, donde pasé cinco años, trabajando mientras escribía mi tesis doctoral. En la Universidad de Marburgo asistí a una asignatura sobre «la novela de la memoria» (allí, al contrario que en Cáceres, se prestaba más atención a la literatura actual que a la del siglo XVIII), donde una de las lecturas obligatorias era Soldados de Salamina. Me gustó el libro, sobre todo por su mensaje, necesario en una España donde apenas se hablaba de la guerra civil, aunque por la forma no me atrajo demasiado. Agustín García, viejo amigo de Villanueva, que a pesar de ser químico es (y supongo sigue siendo) un gran lector de literatura, resumió que «está bien, aunque no es para tanto». De las siguientes novelas de Cercas solo leí algunas, la última El impostor, que me aburrió bastante y terminé con esfuerzo. El estilo, ramplón, y el argumento, egocéntrico, me agotaban, aunque entiendo que conectan con gran parte del público. Su lectura es fácil, y hasta debe animar a muchos: si escribiendo así (sin ser para tanto) se puede ser famoso, cualquiera puede llegar a serlo, con suerte (y sin necesidad de talento). Al contrario de las obras exigentes, que los grandes editores consideran que no son «amigables para el lector» pues, en efecto, el libro que tiene las ventas garantizadas es el que hasta los tontos pueden leer, lo cual garantiza audiencia, como la tiene Telecinco.

Un amigo, al que considero uno de los narradores más originales de su generación, vio cómo una obra suya era rechazada por ser, en palabras de su agente, «demasiado literaria» y me decía: «Que calificativos como «literaria», «exigente» o «compleja» se hayan convertido en descalificaciones lo dice todo sobre el estado actual del mundo editorial. Escribimos bajo una censura que nadie o casi nadie censura públicamente. Ya no se trata de preservar los valores del nacionalcatolicismo, sino de plegarse a las modas del mercado o de sus presuntos intérpretes. Hoy en día resulta difícil publicar algo que no sea una novela policíaca o una autoficción. ¿Hay tanta diferencia entre tener que escribir sobre paladines de la fe cristiana o sobre detectives y la muerte de tu abuelo?» Que se lo pregunten a Javier Cercas.

*Escritor.