TLta playa es la frontera: a un lado, la mirada vacacional que se figura contemplar un mar pintado; al otro, donde debería situarse el mar pintado, se halla, en realidad, el mar tenebroso que se traga a los fugitivos de la miseria. De una parte, sobre la fina arena, los cuerpos desnudos se tuestan por gusto bajo el sol radiante, pero en la parte de allá los cuerpos que se hacinan en las barcas se queman con el sol que para ellos, sólo con ellos, es tan inclemente. La playa es la frontera entre dos mundos, entre aquel donde todo sobra y ese donde falta de todo, y la línea del agua es el eje sobre el que se pliega la horrible asimetría del mundo.

El propio concepto de frontera, y no digamos su existencia, viola el derecho básico del ser humano al libre tránsito por las estancias de su casa, la Tierra. Sin embargo, pese a esa violencia, o a causa de ella precisamente y de la resistencia de los hombres a las limitaciones que impone, la frontera es capaz de generar una potente y deslumbrante cultura mixta que nace del respeto, de la admiración y aún de la compasión recíproca de los que la comparten, y si bien esas culturas fronterizas suelen tardar siglos o milenios en fraguar y en desarrollarse, a veces se da el prodigio de que eso sucede en un instante, cual ocurrió el otro día en esa playa de Tenerife a la que arribaron unos náufragos medio muertos y se encontraron con el amor de sus semejantes.

La cultura del socorro y de la piedad, la de la solicitud y la entrega, que no parecía existir en este lado de la frontera, sí existía, y aunque hay quien supone que todo eso no fue sino una representación ante las cámaras, lo cierto es que cuando éstas llegaron ya había pasado todo lo que tenía que pasar, un rapto deslumbrante de humanidad, de cordura y de decencia.

*Periodista