No es muy honorable para nadie ser condenado por torturas, detención ilegal y lesiones. Mucho menos si los condenados son funcionarios públicos cuya misión es defender la libertad y la seguridad de los ciudadanos. Pero eso es precisamente lo que le ha ocurrido a cinco agentes de la policía autonómica catalana por la detención, traslado a comisaría y posterior interrogatorio, el 27 de julio del 2006, de un ciudadano al que confundieron con un atracador. La Audiencia de Barcelona ha condenado a tres de los cinco a 6 años y 7 meses de prisión cada uno.

El fallo del tribunal es, en primer lugar, justo, de acuerdo con el escalofriante y detallado relato de los hechos que se consideran probados, según el cual los agentes actuaron de forma "cruel en exceso, brutal y salvaje". Baste decir que a la lluvia de golpes y patadas que sufrió el detenido se sumó, durante el traslado a comisaría, la execrable acción de meterle una pistola en la boca, una técnica de tortura inaceptable en una policía democrática.

Se trata también de una sentencia ejemplarizante. Muchas veces los tratos vejatorios cometidos por agentes de cuerpos policiales se quedan en la oscuridad de los calabozos o las salas de interrogatorios, es decir, en la impunidad, pero esta vez se ha impuesto el imperio de la ley.