Buscando una excusa argumental para iniciar este texto, he descubierto que lo más triste para alguien que escribe es quedarse sin palabras. Sí, se terminan las formas de describir la sociedad en la que estamos atrapados. No hacen falta excusas para hablar de la decadencia del mundo contemporáneo: basta con tener los ojos abiertos.

Abrir los ojos es lo que falta para darnos cuenta de que hemos abandonado a las personas. Han conseguido dibujarnos una realidad gris compuesta de números y carente de sueños. Carente de todo lo que nos hace felices. Felices de verdad. Solo reconstruyendo el mundo a la medida de los anhelos del ser humano volveremos al camino correcto. Eso significa ir a la raíz. Y eso significa ser radicales, aunque la palabra suene tan mal como casi todas las cosas que nos hacen tanto bien.

El tamaño del monstruo que ha engullido la humanidad y amenaza con destruirla es tan amenazante que, por el momento, parece que la vuelta al humanismo deberemos centrarla donde somos más soberanos o, dicho de otro modo, menos esclavos: cambiarnos a nosotros mismos. Mejorar nuestra ética individual no es suficiente para cambiar el mundo, pero es necesario para construir la mujer nueva y el hombre nuevo que necesitamos que salgan ahí fuera para revolucionarlo todo.

Por el momento, cuando abrimos las ventanas al mundo —nunca hubo tantas— solo nos encontramos discursos pequeños. Ante la necesidad de grandes cambios, hallamos palabras diminutas que agotan su fuerza como las bengalas de las fiestas terminadas. Nos sentimos como Alicia engrandecida en una habitación insignificante, con sueños de un tamaño desproporcionado al ingenio de quienes nos los deberían proporcionar.

Necesitamos un camino de baldosas amarillas, paraísos perdidos y bailar en la oscuridad, pero solo nos ofrecen noticias en blanco y negro, comida basura y un mando para que creamos que mandamos en nuestro pan y en nuestro circo. Nos están cambiando los colores del futuro por el blanco y negro de las levitas frente a las cofias, por los cuentos de las criadas bajo la única luz de las velas y por el ominoso silencio de las hogueras tras los sacrificios censores.

Lo que parecían oasis son selvas peligrosas, los ríos por los que creímos que bajaban aguas cristalinas han dejado ver los lodazales del fondo, y la sonrisa con la que mirábamos al futuro se congeló en una fecha tan lejana que ya ni la recordamos.

Las insurrecciones de otras primaveras, incluida la de aquel día 15, han visto caer su grandeza bajo la mala traducción de intérpretes interesados que fracasaron. La fuerza de la indignación ha callado porque está esperando, pero sus efectos devastadores no pararán. Las insurrecciones se encienden con enfados y se alimentan con ilusiones. Faltan las segundas. Por eso esperan. Por eso duermen. Pero mientras duermen, sueñan. Y viven.

En la película ‘Primavera tardía’ (1949), el gran cineasta Yasujiro Ozu escribió: «La felicidad solo se logra a través del esfuerzo». Esa primavera que aguarda —siempre aguarda— no vendrá sola.

El 3 de noviembre de 2014 intenté torpemente, en este mismo espacio, definir el «espíritu de nuestro tiempo» aludiendo al cabreo, al cansancio y al nihilismo. Alfonso Guerra —sí, el mismo— lo había intentado en su época con un artículo homónimo publicado en El País del 6 de abril de 1982, pocos meses antes de ser vicepresidente del gobierno, aludiendo a Buster Keaton como ejemplo de «la agonía de un hombre apegado aún a la dimensión humana de la vida y el nacimiento de una nación tecnificada que se aleja de los individuos».

El espíritu de nuestro tiempo, ahora lo veo más claro, es el profundo rechazo a un sistema en descomposición. Un rechazo que encierra la misma belleza que todas las revoluciones: el anhelo de un mundo más justo y más libre que, en definitiva, es un mundo más humano.

Solo hay dos caminos. El primero es dejar que todo se pudra y se derrumbe, tiñendo de polvo blanco y negro los sueños de varias generaciones. El segundo es construir un liderazgo colectivo capaz de diseñar una alternativa ilusionante que, no sin esfuerzos y sacrificios, alcance la obligación ética de dejar un mundo más feliz para la raza humana. El mundo va a cambiar sí o sí. Yo prefiero contribuir a la segunda vía.