Queramos o no, incluso siendo o no conscientes, el uso del lenguaje deforma nuestra forma de ver la realidad. De entenderla. ¿Pensamos que existen personas dedicadas al noble arte de escribir discursos sólo porque el dedicado a incorporarlo (y de paso, a restarle nobleza) no sabe o no quiere dedicar su tiempo a ello? ¿Creemos que los mítines no están pensados, organizados, coreográficamente milimetrados?

Cuando el dardo acierta, una frase puede subir vertiginosamente en la lista de éxitos del habla popular (RAE al acecho). De hecho, hemos asumido con pasmosa naturalidad giros del lenguaje periodístico deportivo (de enfrentarnos «a cara de perro» a luchar «sin tirar la toalla») o cultural (con sus «marcos incomparables» y ese «mestizaje», fruto -cómo no- del «crisol de razas»). Igual que hemos hecho nuestras expresiones y modismos de estos metalenguajes, traspasando sus barreras naturales, ha ocurrido con el lenguaje político.

Si pararan a preguntarse qué diría un responsable político sobre otro cogido en falta seguro que coincidimos en la misma respuesta. «Exigir responsabilidades». Eso sí, siempre en el otro. La responsabilidad propia, ejem, es otro cantar.

La sentencia más acertada que he escuchado en los últimos tiempos sobre el futuro de las pensiones públicas la dijo Fernando García Paramés. Paramés (aquí toca decir que es considerado el ‘Buffet’ español, para que le pueden ubicar con algún rasgo, aunque es claramente una reducción excesiva), inversor experto y magnífico lector de los mercados y de la economía del país supo dar en la diana con su dardo verbal: «Las pensiones no son más que una pura promesa que se cumplirá... o no». Una promesa política, añado yo.

Más allá de la vertebración (interesada) del debate de las pensiones sobre su subida o adecuación, arde el verdadero incendio de la sostenibilidad del sistema. El ajuste, sin restarle importancia, tiene una vida corta. La sostenibilidad, en cambio, es la verdadera cuestión. Porque para el personal de la calle, el que cotiza y se erige en pilar de la arquitectura de ese engranaje público, las pensiones son una promesa. De futuro, del suyo propio. Cada nómina contiene una porción de deuda, la que cree el cotizante que el sistema asume a su favor para esos días (de retiro) por venir. Esa deuda significa, ni más ni menos, la confianza en el sistema. Confianza en su responsabilidad.

El problema de las pensiones, un puzle de múltiples piezas pero no irresoluble, parte de una realidad matemática. Mejor dicho: demográfica. Sin un número determinado y estable de cotizantes, es imposible asumir el pago de las pensiones. Máxime cuando conocemos el dibujo que devuelve la pirámide poblacional española: cuando los niños del ‘baby boom’ se jubilen, detrás no hay manos para afrontar las ‘deudas’ contraídas. Si nos quedamos sólo con el dato futuro de pensionistas versus cotizantes (y asumiendo un ritmo de crecimiento del empleo como el actual, lo cual es pecar de optimista), se hace difícil no echarte en los brazos de un oscuro catastrofismo.

Por eso se echa de menos un debate más sosegado y, especialmente, más informado, sobre un tema que preocupa más allá de las actuales reivindicaciones en la calle (legítimas, no sobra decirlo). Es evidente que el sistema se alimenta de la entrada de nuevos cotizantes. Pero eso no implica que acierten aquellos que, raudos, dejan la demagogia funcionar: ni es un esquema piramidal (¿con una duración mayor de 100 años?) ni vale con la entrada de inmigrantes para ‘completar’ el cupo (entonces, ¿cotizan, pero después que se olviden de percibir nada? Increíble lo que algunos llegan a soltar…).

Los números y hechos dictan que el escenario actual no es suficiente para garantizar la viabilidad íntegra en un escenario a 15-20 años vista. Ni recurriendo a otra deuda, la financiación externa, que no verá con buenos ojos dedicar su dinero a un sistema que en sí mismo no es capaz de repagar a sus ‘inversores’ primarios, los cotizantes.

Necesitamos un debate de calado, que supere las estrechas paredes de la política, liberado de cortoplacismo y juegos dialécticos. En el que jugará un papel fundamental, sí, los planes privados de protección. Desde luego que no en su configuración actual (algunos ¡ni siquiera son rentables!). Pero también una reflexión sobre políticas fiscales, medidas de conciliación y flexibilidad laboral y fomento de la natalidad. Y olviden prejuicios ideológicos.

Si no, nadie hará honor a esa deuda. Y Adiós, confianza, adiós.

PD Me permito dedicar estas líneas a alguien que, con su sola palabra y presencia, me ayudó siempre a pensar y no dar nada por supuesto. A retarme, como él, noblemente, siempre hizo. Un abrazo, Juan Antonio.