El conflicto que se debate en tierra Siria ha generado, según cifras oficiales, más de once millones y medios de desplazados y más de cuatro millones han tenido que salir de Siria, amenazados por los territorios en guerra y el dominio de los fundamentalistas del denominado Estado Islámico. La ONU y multitud de organizaciones humanitarias vienen advirtiendo hace años sobre la existencia de ese desgarro humano que produce cualquier conflicto armado. Y la situación de desamparo en la que se encuentran miles de personas, bajo la situación de guerra en la que se encuentran. En ese escenario, la propia ONU, viene avisando la llegada a Europa de esa multitud de desplazados, y con preeminencia en países como es el caso de Grecia. Las cifras señalan el dato de más de tres mil personas han podido perder su vida intentando cruzar el Mediterráneo, con destino a Europa, buscando el espacio de sosiego para sus vidas truncadas por la guerra, y el terrorismo impuesto por el Estado Islámico. Un deambular de personas que no se tenía consciencia del mismo desde la II Guerra Mundial.

Y, mientras, nos encontramos con la Unión Europea y su conjunción de Estados y de sensibilidades que se muestran incapaces de dar respuesta a este flujo de personas, que salen despavoridos de una situación de terror, y que buscan en ese refugio más allá del Mediterráneo una respuesta pacífica a sus calamidades personales y territoriales. La ONU habla de que la Unión Europea debería acoger como mínimo a más de 200.000 personas. Y mientras se discute sobre la capacidad o la realidad para acoger a estas personas, refugiadas, se producen estrategias de escapismo, como es el caso de situar a Turquía como el dique de contención, bajo favores y concesiones a un país, con dudosa condicionante democrática.

Es, sin duda, uno de los desafíos más inquietantes a los que tiene que hacer frente Europa, al cuestionamiento sobre nuestra capacidad humanitaria, frente a esas miles de personas que se ven huyendo de un territorio que hasta ahora conformaba parte de su identidad y de su historia, pero que les resulta tan hostil como el peligro que entraña continuar viviendo en el mismo. Europa, ese espacio de convivencia y de pacificación territorial se ve intimidado por miedo a los que vendrá, quiénes serán, y cómo afectará al propio statu quo . Es la afirmación del miedo al extranjero, al desconocido, y a una inseguridad en la capacidad humanitaria de Europa; o, mejor dicho, la incapacidad de unos dirigentes atenazados por el miedo a las circunstancias.

Y mientras, observamos a esos refugiados, arriesgar sus vidas, morir en el intento, una se pregunta nuestra capacidad para reconocer en la dignidad humana el mayor valor del individuo. Son personas todos aquellos niños, mujeres y hombres que buscan el refugio de una paz, tan lejos de sus recuerdos, de sus antepasados, de sus costumbres. Son personas que se han visto obligados a salir de sus raíces porque les hacen peligrar sus vidas. Son personas aquellas que nos interpelan acerca de la capacidad de solidaridad. ¿Por qué resulta tan difícil acoger a estas personas, a estos ciudadanos, ya del mundo, porque han sido expulsados de su territorio? Estamos hablando, según datos, de en torno a tres millones de personas, en una población europea de más de quinientos millones de personas. Qué ocurre con el derecho internacional y el derecho de dar asilo a estas personas, tan inquietante son que nos pueden remover nuestros cimientos de ciudadanos.

Lástima que no se sepa, desde Europa, reconocer y apoyar a estas personas que buscan en el asilo, el único refugio que les queda para poder sobrevivir. Se trata de sobrevivir, no se trata de confrontar espacios y territorios. Sino de dispensar apoyo a familias, hombres, mujeres y niños que un día, desde el destino de la vida, fueron señalados para ser objetos de la mayor de las desgracias, el conflicto armado, como causa de sometimiento y desprecio a la condición humana. Y lo que es peor, ahora se encuentran en una especie de cuneta vital, al socaire de la solidaridad de toda Europa. Que, aún hoy, sigue contemplando esas riadas de personas recorriendo sus fronteras, y alejándose de ellas como apestados por un miedo, que no es otra cosa, que la fragilidad de nuestras comodidades de occidente.