Los quince angelitos están sentados en torno al altar de una iglesia de cualquier ciudad de Extremadura. Hay que ver cómo están de guapos, vestidos cada uno de ellos --y de ellas, pues también se sientan unas cuantas angelitas, a pesar de que los ángeles patanegra no tienen sexo-- vestidos decía con unas ropas preciosas; hay que ver cómo luce cada uno de ellos con su traje de marinero, tan tradicional, o cada una de ellas con el traje blanco, impoluto, de organdí, con lazos, con lorzas, con encajes, como una fotocopia anticipada del que pueden vestir como novias el día de su boda cuando sean mujeres-mujeres. Bien es verdad que el trajecito, que se lo ponen hoy y nunca más en su vida, ha costado no menos de doscientos euros, pero la ocasión exige elegancia y distinción, no vaya a ocurrir que luego se les señale en el colegio y se cojan los muchachos un trauma de esos que afectan a la conducta de por vida. Iba a escribir que los padres miran arrobados a sus criaturas, lo cual es verdad, pero también se miran entre sí, sobre todo las mujeres, que se han puesto tan elegantes que parece la parroquia un calco de la pasarela Cibeles. Como hace un día de calor, y el lugar está bastante concurrido, la temperatura del aire aumenta; la gente se ha ido quitando las chaquetas iniciales y allí es el descubrir de escotes generosos a tutiplén, camisas de Pierre Cardín , trajes corteinglés y joyas o bisutería fina por cuellos y brazos. El calor hace sudar a la gente y el sudor se mezcla con los perfumes y desodorantes que todos se han administrado tras la ducha de agua caliente esa mañana: el resultado de tanta química entremezclada es un ambiente algo dulzón y opresivo y con toda seguridad alguno de los parientes mayores va a sufrir una lipotimia.

XLOS QUINCEx angelitos están sentados alrededor del altar y en un momento de la ceremonia se levantan por turno para hacer una hermosa petición: pedimos por los pobres del Tercer Mundo, que no tienen para comer, por los niños que no pueden estudiar, también pedimos para que las autoridades procuren que no se contamine nuestro planeta (seguramente aquel niño rubio era un proyecto de futuro líder ecologista), por la Paz (no se especificó dónde ni entre quiénes, pero fue bonito pedir por ella). Aunque alguno se atascó en su brevísimo discurso, todos estuvieron encantadores y por eso en cada intervención se acercaban hasta el pie del altar el fotógrafo que hacía el reportaje general (que luego vendería a unos precios más que subidos), y el papá o la mamá del muchachito, amén de una tía, o el primo quinceañero, o un vecino de confianza... Todos haciendo gestos al zagalín peticionario, todos disparando el flash de sus cámaras digitales al unísono. Entonces el angelito parecía tocado por unos rayos berninianos que casi le sacaban de este mundo mortal. ¡Qué espectáculo! ¡Cuánto brillo!

No hay mucho silencio que digamos. Muy al contrario, el resultado de múltiples conversaciones entrelazadas, sostenidas como un pretendido siseo, establecen en el templo un murmullo continuado, un rumor extraño entre el que se cuela de vez en cuando el sonido metálico del teléfono móvil de algún despistado; no lo apaga, sino que, como se hace en carretera, se lo pega a la oreja y sale al porche de la iglesia para hablar. De los vecinos de banco me llegan frases, peazos de conversaciones: que si llamaste al restaurante que hay dos invitados más, que qué guapo está tu marido, que dónde te has comprado ese chal, qué va ser de rebajas, no te lo crees ni tú, que si ya se ha arreglado lo de los partidos del mundial, que no, que la Uno no los puede dar, jopé, que si lo del euríbor, que no te preocupes, hombre... El sacerdote es muy comprensivo, o muy experimentado: no pide silencio, simplemente comunica, en un tono un poquitín elevado, la alegría que le produce que haya tanta gente tan animada y expresiva, en una reunión tan familiar y entrañable, y cuánto lamenta que la parroquia no sea más grande para que estuviéramos todos más cómodos, con mayor tranquilidad y con el sosiego que requiere este tipo de celebración religiosa.

Cuando el sufrido, paciente, inteligente y, me pareció, santo sacerdote consiguió algo de silencio entre los asistentes, pudo por fin iniciar el ritual de preguntar a aquellas encantadoras criaturas si realmente ellas y ellos renunciaban a las vanidades que representaba Satanás, a las ataduras materiales de este mundo que no son más que esplendores pasajeros, como lo es la vida misma.

No soy yo quien para establecer si renunciaron a Satanás y a sus pompas, y mucho menos a ejercer de moralizante crítico de lo que allí vislumbre. Pero estoy completamente seguro de que a lo que aquellos angelitos no van a renunciar en su vida, si sus padres se siguen empeñando en ello, es a la video-consola de última generación, a la que sólo le falta llamarte de tú, a la video-cámara digital con más megapixeles que el propio telescopio Hubble, o al teléfono móvil dotado, pásmense, con pantalla LCD, infrarrojos, tribanda y juegos JAVA, todos ellos artefactos supermodernísimos y pompáticos que les van a regalar no más acabe la ceremonia y se vayan a celebrar el evento a algún restaurante o a la finca del cuñado.

*Catedrático de instituto