Tengo la convicción de que muchos de los problemas que amenazan a la sociedad actual se deben a los graves errores que se han cometido en el ámbito de la educación. Y, si bien es cierto que el primer círculo formativo es el que se yergue en torno al núcleo familiar, hay que señalar que en determinadas etapas de la vida, como la niñez, la adolescencia o la juventud, los sujetos son también muy permeables a la influencia de los grupos de amigos, a los mensajes de los medios de comunicación y redes sociales, y a las lecciones y los discursos de maestros y profesores.

Como la actualidad manda, traigo este tema a colación por la cerrazón, intransigencia y virulencia demostradas por muchos de aquellos que se han sumado a las algaradas promovidas con motivo del desafío soberanista del nacionalismo catalán, del referéndum ilegal del 1-O, y de la tramposa declaración (y suspensión temporal) de ese invento sicodélico que es la «república independiente catalana».

Porque la inflación del movimiento separatista en Cataluña no es otra cosa que una muestra incontestable de que, cuando se deja la educación en manos de irresponsables y desaprensivos, cualquier mente cándida puede acabar corrompiéndose hasta el mismísimo meollo. Porque nadie debe llevarse a engaño en este terreno, ya que ha quedado demostrado que el florecimiento de incontables ramilletes de jóvenes independentistas, dispuestos a enfrentarse a todo y todos en pos de la sedición de Cataluña, no es fruto de un brote repentino, sino de un cultivo, constante y paciente, mediante el cual se ha abonado y regado un territorio fértil, que ha acabado constituyendo un campo extenso y, sobre todo, entregado a la función para la que se sembró y labró.

Ha habido, desde hace décadas, ejemplos palmarios de la nefasta deriva que estaban tomando los acontecimientos. La sola intuición de lo que se estaba gestando debería haber hecho recapacitar a gobernantes de uno y otro color. Pero prefirieron la comodidad y el apaciguamiento a la batalla ideológica y la acción desacomplejada de sus responsabilidades de gobierno.

El fruto de su inacción ha sido la proliferación de independentistas radicales que, para más inri, son, en muchos casos, hijos y nietos de emigrantes de todas las regiones de España. Pero esto también tiene su explicación: muchos han tratado de expiar su «pecado de origen» con el sometimiento más absoluto, y el servilismo más indigno, ante la ortodoxia identitaria.

El análisis de esta realidad nos conduce a una conclusión que algunos no quieren ni oír mencionar: el Estado debería recuperar algunas de las competencias que transfirió a las comunidades autónomas. Y, sinceramente, pienso que el rescate de las competencias educativas sería un buen punto de partida para emprender la senda de la reconstrucción de una nación de ciudadanos libres a la que apenas se le ha dado opción de reivindicarse como la realidad democrática, pacífica, justa y solidaria que, sin duda, es, desde que los padres de la Constitución alumbraran nuestra Carta Magna allá por 1978.