A fuerza de tragar eufemismos, nos hemos acostumbrado a la retórica, en el peor sentido del término. De la difícil situación coyuntural o la brusca desaceleración económica de Zapatero , maestro en no pronunciar la palabra crisis, hemos pasado a los brotes verdes y a la movilidad exterior de los expertos en no llamar a las cosas por su nombre.

Desayunamos metáforas y nos acostamos con hipérboles, pero siempre existe un hueco para una figura literaria más, no para embellecer un discurso sino para enmascarar y pervertir el significado de las palabras. No debemos de estar tan anestesiados cuando alguna vez salta el detector ante las mentiras.

Ahí está la verja de Melilla, por ejemplo, esa vergüenza, ese muro de contención contra lo que no puede contenerse nunca; y eso que la valla está asumida como algo necesario, parece ser, porque lo que se discute es la parte por el todo, el continente por el contenido, el alambre de cuchillas que se coloca encima de la alambrada para que deje de ser una metáfora y un trozo de metal, algo que nunca puede detener sus ansias de volar, etcétera, etcétera.

Y criticamos la concertina (así se llaman las cuchillas), y a los informativos que utilizan el verbo repeler, como si los inmigrantes fueran una plaga o bestias temibles, pero andamos tan preocupados por la parte, tan llenos de metonimias y sinécdoques, que se nos olvida el todo. La vergüenza no está en las cuchillas que quieren poner sobre la valla, sino en la valla misma, y en la propia frontera, y en que creamos vivir a salvo cuando la ponzoña y la podredumbre habitan en quienes levantan alambradas no en los que intentan saltarlas.