Hace ya bastante tiempo que la definición del marco político se produce más en el ámbito del lenguaje que en el ámbito de la realidad. Se transforman las palabras, los conceptos, los discursos y los programas, pero la realidad tangible que nos afecta cotidianamente se mantiene inalterable.

Esta tendencia, coherente con la desmaterialización generalizada de la sustancia social, provoca una gradual desafección de la ciudadanía, que ve cómo cambian las promesas, los líderes y los partidos pero su vida no cambia y, cuando lo hace, es a peor.

En ese marco lingüístico se entronizan ideas que, sin darnos cuenta, se convierten en dogmas, en palabras-comodín que sirven para todo y que, precisamente por eso, no sirven para nada. Una de ellas es la palabra «progreso» y, por lo tanto, todas las de su campo semántico, como «progresismo».

Progresar es ir hacia adelante. En la vida tangible es fácil saber lo que es ir hacia delante y hacia atrás, pero en el mundo de las ideas no es tan sencillo. ¿Cobrar un veinte por ciento más es progresar? No, si trabajamos un treinta por ciento más.

La historia del Estado de bienestar contemporáneo es muy corta si la comparamos con la historia del mundo. Desde el punto de vista social le podríamos poner fecha de nacimiento en 1942, cuando el economista británico William Beveridge publicó una propuesta «acerca de la seguridad social y de las prestaciones que de ella se derivan» conocida hoy como «Informe Beveridge». De eso hace menos de ochenta años. El llamado «Estado de bienestar» es uno de los dogmas políticos que apuntalan la idea de «progreso» tal como la utilizamos hoy.

Cabría preguntarse, pues: ¿Es hoy el Estado un proveedor de bienestar? ¿Es suficientemente fuerte como para proporcionarlo? ¿Tenemos bienestar? ¿Qué tipo de bienestar? ¿Progresar significa vivir mejor que nuestros abuelos, que nuestros padres, que nosotros mismos hace cinco años?

La pandemia está ofreciendo respuestas poco alentadoras a todas esas preguntas, pero hay que levantar la vista más atrás de la pandemia, no vaya a ser que atribuyamos a marzo de 2020 lo que se viene gestando desde mucho más atrás.

Pondré un ejemplo difícil, porque cualquiera lo consideraría progreso, para que intentemos reflexionar sobre ello. ¿Ha sido progresar la incorporación de la mujer al mercado laboral? Desde el punto de vista del derecho de la mujer al trabajo remunerado, sin ninguna duda. Pero pensemos un poco más allá.

En la mayoría de nuestras familias solo trabajaba nuestro padre. Éramos más hijos de los que tienen las familias contemporáneas. Nuestros padres sacaron con éxito adelante aquellas familias. En la mediana edad ya tenían pagada la vivienda propia. Los hijos estábamos siempre atendidos con uno de los dos progenitores o con los dos. Ahora esos padres, ya abuelos, tienen una jubilación suficiente y, muchos de ellos, ahorros para ayudar a hijos y nietos.

En las familias actuales lo normal es que trabajen los dos miembros de la pareja. En muchos casos, sumando ambos sueldos no se llega a fin de mes. Se tienen menos hijos y están peor atendidos porque sus padres pasan la mayor parte del tiempo fuera de casa. Son muchas las familias donde solo coinciden todos sus miembros unas pocas horas antes de acostarse. Pagar un piso se ha convertido en una aventura que suele terminar al final de la vida, y eso si termina bien. Apenas hay ahorros y las pensiones no están garantizadas.

Resumiendo: ahora trabajan dos personas para ingresar en el núcleo familiar una cantidad que da para vivir peor que cuando trabajaba solo una. ¿Avanzamos o retrocedemos?

Y así se cierra el círculo: la política contemporánea ha obrado el milagro de que avances simbólicos nos parezcan reales y, por tanto, que lo material carezca de importancia. Para transformar radicalmente la sociedad es imprescindible poner en duda todos los conceptos que nos vienen dados, y convertir las certezas en interrogantes. Cuando colectivamente hagamos ese ejercicio, descubriremos que hace mucho tiempo que vivimos en una representación ficticia del mundo real, la burbuja de un imaginario creado por palabras que ya no significan casi nada.

*Licenciado en CC de la Información