He seguido con atención las noticias sobre los controladores aéreos. En un principio, me hacía gracia el ministro de Fomento, José Blanco, en su papel de Robin Hood. Sin embargo, el progresivo ensañamiento de su campaña contra ese colectivo no me gustó. Por fin, el 5 de febrero, el ministro enseñó lo que ha estado celosamente preparando: en un decreto con trámite de urgencia, enmascarado con las nuevas condiciones laborales de los controladores, sin dar tiempo a un debate público, impulsó la liberalización (al menos de un 30%) del control del tráfico aéreo. No estamos hablando de un servicio público cualquiera, sino de uno en el que debe primar la seguridad por encima de todo. Es obvio que el único objetivo de la empresa privada es el beneficio, y basta con repasar la hemeroteca para comprobar los problemas que ha habido en los países europeos en los que se ha privatizado el control aéreo: apagones en el sistema de control del Reino Unido y una colisión de aeronaves en Suiza por insuficiencia de personal. Blanco ha decidido que los controladores sean sustituidos por personal no cualificado, sin estudios superiores, al que se formará durante dos meses --en lugar de los dos años de aprendizaje de aquellos-- y que no ha sido sometido a un estricto proceso de selección. No quiero valorar si los sueldos de los controladores son merecidos, pero estoy convencida de que ese trabajo exige mucha responsabilidad y lo debe hacer alguien que haya pasado por duras pruebas. Pido un poco de cordura a AENA y al colectivo de controladores para que lleguen a una solución negociada, y espero que la opinión pública no permita que el Gobierno privatice la seguridad aérea. Como habitual pasajera de avión, empiezo a asustarme.

Pilar Villanueva Bertolín **

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