El brexit ha enterrado a dos primeros ministros conservadores incapaces de entender el sentir de su partido y del Reino Unido. Son palabras de Nigel Farage, el líder populista que en su día fundó el UKIP y que ahora se pasea por su país con las siglas del Brexit Party. Numéricamente tiene razón. David Cameron, que convocó el referéndum, y su sucesora, Theresa May, reposan ya juntos en el cementerio político del brexit.

Las palabras de Farage son una acusación de tibieza a May y a los tories que han intentado hacer realidad un brexit lo más indoloro y tibio posible. Que esta acusación haya sido compartida desde el primer día por buena parte de los diputados conservadores y por la mayoría de su militancia ha dejado sin oxígeno a la primera ministra. El puñal más mortal es siempre el que blande el supuesto amigo.

May ha cometido errores. El más grave anticipar las elecciones generales en el 2017, en pleno éxtasis de las encuestas que pronosticaban mayoría absoluta. Se le nubló la razón y hasta creyó que en pleno siglo XXI podía consolidar un liderazgo a lo Margaret Thatcher. Acabó perdiendo apoyos y la mayoría absoluta legada por su antecesor.

Pero a pesar de su abrupto final, regado con las lágrimas de la impotencia, hay que señalar que Theresa May se ha dejado la piel intentando hacer realidad un brexit razonable que no fuese el de la mitad más uno del país contra la otra mitad.

Su desgaste ha venido propiciado por un ejercicio de doble responsabilidad: no querer traicionar el resultado del referéndum, aunque ella lo considerase equivocado, y evitar los daños estructurales al normal funcionamiento de la economía del Reino Unido que considera inevitables con una salida sin acuerdo de la Unión Europea. Es así, aunque nadie vaya a llorarla en su funeral político.

Contrariamente a lo que dice Nigel Farage, no es que Theresa May no haya sabido interpretar el sentir de su país. Es más bien que, intentando mediar entre las dos mitades, ha sido ella la que ha acabado molida a palos.