Escritor

Me cuenta mi hijo que en el recreo de su colegio las fuentes llevan atascadas varios días, por los chicles que meten en ellas los gamberros. Eso, lógicamente, imposibilita el que pueda beber en los intermedios de sus juegos, y me pide la mitad de un euro con la que comprar un botellín de agua. Yo trato de convencerle de que la solución no es esa, que habría que hablar con el jefe de mantenimiento del centro, o llamar al fontanero y, en último término, poner un serio correctivo a los vándalos. Pero él, que sólo tiene diez años y un sentido común impresionante, suplica que no haga nada, que deje en paz al fontanero, a los gamberros, a todos los jefes de mantenimiento del mundo y me meta de una vez en mis asuntos. Por supuesto, no sólo no me dejo amedrentar por este enano que me mira casi con mis mismos ojos sino que aprovecho la ocasión para erguirme en paladín de causas nobilísimas. Menudo soy yo.

Antes de que se dé cuenta, ya estoy con el dedo de los discursos apuntado al techo, diciendo cosas como que qué sería del mundo si dejásemos a los gamberros campar a su sabor; cómo sería posible la convivencia si a los chavales les permitiésemos mear por la calle, como animales, o destrozar farolas, escaparates, grafitear autobuses, amenazar a sus profesores, despreciar a sus padres, mientras que los hombres de bien nos encogemos de hombros, indiferentes, sin afearles la acción ni llamarles al orden. Entonces, ya metido en harina, noto cómo se me va calentando la boca y cómo la emprendo con causas mucho más altas, dignas de mayor auditorio, gritando, sin poderme contener, qué clase de civilización estaríamos fabricando si los nobles nos avasalláramos a los perversos, si arrumbamos como a un traste los buenos modos, la amabilidad, el gusto por el bien vivir y el refinamiento que nos ha alejado de las selvas; qué sería de nosotros, le digo, si no empleamos hasta el último de los recursos contra los tolerantes, contra los cobardes, contra los que lo permiten todo y contra los que no saben más lenguaje que el de la violencia y la vulgaridad.

Y fue en ese momento que mi precaria condición física me obligó a detenerme durante un segundo para recuperar el resuello y, entonces, mire usted por donde, no hallo otro sitio dónde posar los ojos que en el televisor, con lo cual me inunda la cabeza la imagen de los telediarios, de los anuncios publicitarios, de Ana y los siete, y me acuerdo, seguidamente, de mis amigos, de los hijos de mis amigos, de los amigos de mi hijo, y acabo con el alma en los pies.

Mientras tanto, agacho los ojos hasta la altura de los ojos de mi hijo y me lo encuentro allí, tan boquiabierto, tan vulnerable, tan sin saber dónde colocar esta estampa de padre que ya ni siquiera le sirve como referente de padre, que, después de un instante de silencio, meto las manos en los bolsillos, saco un euro y le digo, toma, hijo, para el agua de hoy y la de mañana.