Tanto los observadores italianos como los extranjeros están aparentemente de acuerdo en que las elecciones para elegir primer ministro en Italia, que han tenido lugar durante el domingo y ayer, se han celebrado con el fondo de una triple y aguda crisis: económica, social y política. El crecimiento cero de la economía, que amenaza con hacerse realidad, se relaciona con el bloqueo de todas las reformas y el estancamiento político, agravados por la profunda desconfianza de los electores hacia La Casta, apelativo popular que designa a una élite cada día más desprestigiada. Es decir, todos los ingredientes para pintar el óleo de Italia como enfermo de Europa. Podría decirse que el diagnóstico resulta brutal, pero es el mejor indicio para expresar que los remedios son improbables.

Tras una campaña electoral con escasa combatividad de los concurrentes a pesar del telón de fondo antes señalado, el retorno al poder de un Silvio Berlusconi envejecido y fatigado en comparación con su mandato anterior, incapaz de ofrecer una sola novedad, confirma una vez más lo que es un axioma electoral: más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer, o lo que es lo mismo: que ante programas extrañamente similares, los votantes han preferido las gastadas recetas en vez de la tímida esperanza que se perfilaba tras el Partido Demócrata, americanizado hasta en el nombre, dirigido por un Walter Veltroni mucho más joven, que incluso rompió con sus aliados de izquierda, pero lastrado por el fracaso de la disparatada coalición del Gobierno precedente. El triunfo de Il Cavaliere, sin embargo, no podrá disipar el escepticismo sobre las reformas imprescindibles para que el país regrese a la estabilidad política y la prosperidad.

El hundimiento de la izquierda radical, por un lado, el triunfo incontestable de Berlusconi ya percibido desde los primeros momentos del escrutinio, por otro, junto a los progresos de la Liga Norte y el avance de la Unión del Centro, el partido bisagra de Pier Ferdinando Casini, hacen impracticable la gran coalición de los dos grandes bloques --la denominada solución Veltrusconi, el pacto entre Veltroni y Berlusconi--, que seducía a los medios económicos para sacar al país del marasmo. Pero las urnas no han querido alumbrar esa fórmula bipartidista que algunos concebían como capaz de reformar las instituciones y reactivar la claudicante economía.

Los cambios no son para mañana, por más que Berlusconi se haya mostrado como un hombre con una extraordinaria capacidad para alterar las reglas del juego cuando no le convienen. Italia seguirá bajo la dictadura de coaliciones tan contradictorias como efímeras, mientras algunos de los que escoltan a Il Cavaliere, especialmente el posfascista Gianfranco Fini, preparan entre bastidores la batalla de la sucesión.

Para la Unión Europea, la de ayer no fue una jornada fructífera, puesto que el retorno de Sua Emitenza al palacio Chigi es una pésima noticia, habida cuenta de su recalcitrante desconfianza hacia Bruselas.