En ocasiones la historia es muy injusta con sus protagonistas. Cuando un grupo de dirigentes políticos permanece inalterable aunque todo se derrumbe a su alrededor nos acordamos de la orquesta del Titanic. Sin embargo, los desafortunados ocho músicos británicos, que tenían un promedio de veintisiete años, solo ejercieron la vocación por transmitir emociones con su arte, lo que en aquel momento significaba intentar calmar, ante una muerte segura, a cientos de personas arremolinadas en torno suyo.

Desde hace muchos años, pero especialmente desde el 15 de mayo de 2011, España tiene un sistema político en permanente contracción. A pesar de que la explosión ciudadana y los consecuentes cambios en el sistema de partidos pudieran ofrecer una apariencia de apertura, lo cierto es que ocurre exactamente lo contrario. El último resquicio de flexibilidad fue, precisamente, la lucidez que tuvo José Luis Rodríguez Zapatero de no lanzar las fuerzas antidisturbios contra los manifestantes del 15-M. A partir de aquel momento, las élites políticas impulsaron una estrategia de atrincheramiento que continúa hasta hoy.

Uno de los primeros gestos fue la elección de Alfredo Pérez Rubalcaba como secretario general del PSOE en 2012: el eterno número dos, sin duda la opción más conservadora de todas las posibles, era ya entonces un perfecto símbolo de la cerrazón sistémica del partido. Su vertiginosa caída dos años después demostró que era un político fuera de tiempo.

Otro de los grandes gestos de cierre del sistema fue el urgente relevo en la Casa Real tras la abdicación de Juan Carlos I en junio de 2014 que, por cierto, se produjo «casualmente» el día después de la reunión del Club Bilderberg en Copenhague. El PSOE de Rubalcaba ayudó cerrando en falso un apasionado debate interno que revolvió la —tan temida por algunos— pulsión republicana del partido.

Podríamos seguir citando numerosos ejemplos de cómo las élites han ido cerrándose sobre sí mismas. Pero es mucho mejor citar a Domenico Fisichella, sociólogo nada sospechoso de izquierdista —fue ministro de Berlusconi— que en una de sus obras fundamentales (Contornos de la Ciencia Política, 1988), definió la decadencia política precisamente como una contracción del sistema, de modo que empieza a ser incapaz de administrar eficazmente las transformaciones que se producen en el seno de la sociedad. Siendo el 15-M paradigma transformador, las élites prefirieron atrincherarse antes que aceptar su ocaso e intentar pilotar una transición ordenada.

Que el sistema político español nacido en 1978 está en fase de completa decadencia es evidente incluso para sus más conspicuos defensores. El asalto al PSOE de Pedro Sánchez es el último acto de la élite bunkerizada, que prefiere asumir la vergüenza de aparecer desnuda ante la ciudadanía que aceptar con dignidad su final.

Cuando la barrabasada cometida en el PSOE se justifica con ideas como «hay que recuperar la cultura del partido» o «hay que reivindicar lo que el PSOE ha sido siempre», se entiende perfectamente la distancia irrecuperable que separa la decadencia del futuro. Y cuando se intenta «hacer pedagogía» (léase: lavar el cerebro) repitiendo el mantra de que «el PSOE es un partido nacional, de centro y mayoritario», apetece preguntar: ¿Nacional, de qué nación? ¿Dónde está el centro ahora mismo? ¿Qué significa ser mayoritario en un sistema de cuatro partidos y no de dos? Pero uno pronto se da cuenta de que los destinatarios de esas preguntas están tan lejos de poder entenderlas que ni merece la pena formularlas. Hablan otro idioma. Solo suyo.

Así que no, no es la orquesta del Titanic, joven e idealista, la mejor figura para definir el cierre del sistema político español. Quizá habría que recordar el cruce del río Rubicón con el que el emperador Julio César inició una guerra civil en enero del año 49 a.C. al grito de alea iacta est (la suerte está echada), que es algo parecido a lo que han hecho los dirigentes del PSOE que defenestraron a Sánchez.

Pero la mejor metáfora de todas es la del búnker de Hitler. El dictador alemán cruzó su propio Rubicón el 11 de diciembre de 1941, al declararle la guerra a EEUU y, desde ese momento, todo fue un camino de derrotas personales, batallas perdidas y progresiva huida hacia adelante. Hasta que el 30 de abril de 1945 se encerró en el búnker de la Cancillería en Berlín, a ocho metros de profundidad, y allí, a solas con la única compañía de su mujer, se suicidó con un disparo en la cabeza. El sistema político español ya está en ese búnker. Solo hay que poner fecha y hora al momento de la detonación. Y entonces, la transición que pudo ser ordenada, no sabemos cómo será.