Los progresistas de las sociedades occidentales llevamos tiempo echándonos las manos a la cabeza a cuenta del progresivo e imparable ascenso de la extrema derecha. El crecimiento comenzó en Europa, ha llegado a infectar el corazón del mundo capitalista en Washington, y está a punto de desembarcar en Brasil, avanzadilla económica de Sudamérica y uno de los países más importantes del mundo.

Quizá deberíamos echarnos las manos a la cabeza menos y utilizarla más para pensar. Sin necesidad de bola de cristal, este modesto articulista avanzó con algunos meses de antelación la llegada de Donald Trump y ahora pide encarecidamente que no se desprecie el crecimiento de la extrema derecha española. Europa era un continente inmunizado a causa del gran trauma histórico de las dos guerras mundiales, y España por partida doble debido al genocidio franquista. Pero no lo duden ni un minuto más: la vacuna ha caducado porque el virus del fascismo ha mutado en nuevas formas.

La teoría de los ciclos pendulares, que aplica sobre todo en economía para definir periodos de bonanza y de crisis, es útil también en sociología. La política, como ámbito donde se arbitran ambas disciplinas, debía haberse hecho consciente en 2008 de que la mayor crisis mundial desde 1929 no iba a salir gratis.

Uno no sabe muy bien si la incapacidad de las élites políticas es mayor para prever el futuro o para decirle a la ciudadanía la verdad. No sé si los dirigentes de la última década no han sabido calcular que pasaría lo que está pasando, o si han preferido ocultárnoslo y actuar como si no pasara nada, aplicando una mezcla de pensamiento mágico y de irresponsabilidad.

Sea cual sea la respuesta, es difícil que las debilitadas clases medias y las crecientes capas sociales en riesgo de pobreza puedan aceptar ya explicaciones y disculpas. Diría más: han entrado en fase de amortizar los sistemas políticos conocidos y una de las consecuencias es el ascenso de partidos antisistema, tanto por la izquierda como por la derecha.

La evolución de los acontecimientos no deja lugar a dudas: la ciudadanía global se sintió estafada con las terribles consecuencias directas de la crisis de 2008 y dio unos años de margen a los gobiernos para ofrecer soluciones que fueron utilizados por estos para enrocarse; apostó en una segunda fase por los populismos de izquierda que diseñaron discursos que la gente quería oír, y el fracaso de estos movimientos (particularmente la paradigmática decepción de Syriza en Grecia), ha provocado el típico movimiento pendular hacia la derecha en una tercera fase.

Dicho de otro modo: la ciudadanía busca soluciones y nadie se las da, de modo que sigue probando. ¿Es para echarse las manos a la cabeza? No. Tiene una lógica aplastante. El gobierno italiano no es un gobierno xenófobo por casualidad, es que Italia lleva muchos años con gobiernos de derechas y de izquierdas que no han solucionado el grave problema que supone allí la inmigración, y la UE tampoco ha sido una herramienta útil.

Las costuras del pacto social nacido tras la II Guerra Mundial llevan años saltando sin que la UE se planteara en serio cuáles eran los remiendos necesarios, y probablemente ya es demasiado tarde. El Brexit y el ascenso de los partidos antieuropeístas son solo dos de los síntomas de que las elecciones europeas de 2019 pueden ser una bisagra entre dos Europas, la que quisimos construir y la que quizá debamos acostumbrarnos a tener.

Con los hitos sociales que nos asombran hay dos cosas que debemos hacer y dos que no. Las dos que no son despreciarlos y dejarnos paralizar por ellos; las dos que sí son analizar sus causas en profundidad y ponerse manos a la obra al día siguiente para virar el timón. Las democracias occidentales llevan décadas haciendo justo lo contrario de lo que deben, y de aquellos polvos estos lodos.

Lo he escrito en algunos artículos anteriores porque los síntomas llevan años emergiendo: la democracia, tal como la conocemos, está en peligro. Estamos viviendo la cuarta y quizá última fase social en la que esto tenga remedio. Recomiendo menos risas y menos desprecio por las ideas de otros, por mucho que nos repugnen, y más inteligencia para enfrentarse a ellas.