Hay un furor de violeta en el aire y no es que flameen flores, es la fragilidad que nos envuelve, la tembladera, la oscuridad, el chasquido que rompe el tallo. La política es un andrajo y los debates son mendrugos. En verdad, no hay verdad, sino gajos de incertezas y notables latifundios de falacias.

Se me agotó la lírica. La sintaxis del caos ha hecho mella en mi ánimo; tanto, que a duras penas consigo engarzar palabras que transmitan algo de pureza y comedimiento. Por más que imploro, no me viene el sol a la boca, ni a los resortes literarios y periodísticos, escamoteados, muertos, profundamente obscurecidos, presos de la niebla, al igual que el paisaje.

¿Será que la libertad ha dejado de ser un ingrediente del desayuno, tal y como celebraba E.E. Cummings? Pero no esa libertad que usan algunos para atrincherar a otros, no, la libertad de la que yo hablo, es el cielo, y es la piel, la respiración, cumplir años...

Es la libertad del silencio, de la no militancia, del libro más buscado. La libertad que propicia la tolerancia, una ráfaga de viento, un instante de calma o el chispazo de la razón.

Le dedico estas palabras a un gobernante de casa, cercano. A un político que esta semana, al parecer, ha viajado, o mejor debería decir, ha vagado, en sentido contrario al Tao, a su noble y gran camino.

Así entiendo yo que ha debido ser el dolor del presidente extremeño; un deslizamiento en su filosofía de vida política; no le ha quedado más remedio que atajar por los márgenes de sus propios principios... Guillermo Fernández Vara se ha visto incluso forzado a transitar las traviesas de su estómago para acomodarse a la corriente posmodernista de su partido, si es que queda algo de él.

Lao Zi escribió: «Lo que va en contra del Tao pronto llegará a su fin». No hay que recurrir a los sabios chinos para darse cuenta de que una coalición mal avenida, si no acaba en traición, acaba en descomposición. Y precisamente esta semana hemos asistido al meta-relato o gran relato del que hablara ya el extremista Jean-François Lyotard, un ferviente trotskista que agitó a las masas en nombre de la revolución comunista violenta en Occidente. Bien, pues hasta Lyotard acabó cansándose de tanto fanatismo.

Termitas queriendo destruir el mismo sistema que les ofrece consuelo y alojamiento.

Fernández Vara ya ha comprobado el mal de estas alturas, y siendo como es, médico, estamos ante un hombre sensible a padecimientos, afecciones, destemples y alifafes. Así pues, señor Vara, le imagino enterado de los peligros que entraña someter a España a este cisma permanente y hasta le adivino al corriente de un peculiar proverbio según el cual, la felicidad, es un estado de alegría que no conduce a tu propia destrucción.

Ya ven... no mentía al decir que no me viene el sol a la boca; que anda una estos días tumbada por los suelos recogiendo palabras rotas y desconsuelos. Y es que les confieso que escribir en estos tiempos, también provoca angustia, vértigo, responsabilidad, supongo que me entiende señor Vara, pero a diferencia de su repugnancia por Bildu, los espasmos que provoca la escritura no conllevan ascos ni rechazos; no generan repulsión sino más bien esa clase de arrebato indescriptible y sublime que nos impulsa a calentar los huesos, a no derramar más leche de la ya derramada.

No olvide, además, señor Fernández Vara, que usted dirige sus pasos, pero también los de casi un millón de ciudadanos. Así que sus náuseas son las de su pueblo; su asco es el mismo asco compartido. ¡Cuidado! No se desvíe por el tramo pantanoso del camino.

En su Hiperión, Hölderlin escribiría: «No sabe cuánto peca el que quiere hacer del Estado una escuela de costumbres. Siempre que el hombre ha querido hacer del Estado su cielo, lo ha convertido en su infierno».