TAtguadas en todos los tonos de grises. Desde el banco, brillante por el sol que pugna por hacerse visible, hasta el del carbón irisado. Hermoso, pero, ¡ay!, prefiero el sol de mi tierra, aunque a las pocas horas reniegue de sus rayos que muerden mi piel. Eso será luego, cuando vuelva, ahora en la distancia, con el viento soplando y la lluvia cayendo intermitente, lo imagino como el paraíso después del largo invierno y la turbulenta primavera. Son los campos de La Rioja los que recorro en este tiempo que dedico a la trashumancia hacia las tierras del norte, húmedas de recoger lo que el cielo les manda, y me contagian la melancolía de tanta lágrima, y me dirijo hacia el lejano resplandor que, a veces, se adivina tras los montes.

La carretera es una cinta oscura, punteada desde el mediodía por las luces de los coches. A la derecha discurre el Ebro, estrecho y gris, jaspeado de verde por el denso follaje de sus márgenes. Y las viñas, y los amplios y hermosos valles salpicados de pequeñas poblaciones, cada una señalada por las altas torres de sus iglesias. Al fondo, un cielo blanco lechoso se desborda desde las cercanas colinas que cierran el paisaje. La parada para tomar un buen caldo hace olvidar los húmedos 14 grados del exterior que obligan a pertrechos casi invernales. De nuevo en el camino vuelvo a ver las plantas de la vid.

En cada momento la uva necesita para su desarrollo óptimo determinadas dosis de luz, humedad y temperatura. Así de pasada, parecen sanas, pero quizá les sobre agua. Qué sé yo, que solo estoy de paso buscando algo de sol en este periodo del año en que me convierto en nómada. A mi espalda han quedado los cielos grises y la lluvia. Aragón me recibe con claros azules entre algodonosas nubes, y un cálido sol que ilumina las blancas hojas en las que escribo.