Todavía no estaban asfaltadas muchas de las calles de mi pueblo y los muchachos usábamos en verano las calzonas, cuando cada tarde, con el dedo pulgar de la mano izquierda apretando la pastilla de chocolate sobre un buen mendrugo de pan, íbamos a casa de la Tía Felisa, la única casa de la calle que tenía televisión, para poder ver ‘Los Chiripitifláuticos’.

Allí nos congregábamos casi todos los niños y niñas de la calle para ver, sentados en el suelo de la sala, los magníficos programas de aquella televisión en blanco y negro en los que Locomotoro, Valentina, el Capitán Tan, Tío Aquiles, y los Hermanos Malasombra se asomaban a la pequeña pantalla para alegrarnos aquellas tardes en las que no había, todavía, muchos deberes que hacer para la escuela el día siguiente. Aquella televisión, aunque en blanco y negro, era increíble porque nos enseñaba un mundo de un color diferente a todos los niños que nos congregábamos frente a ella.

Alguien le había dicho a la tía Felisa que la tele, cuando más electricidad consumía y más gastaba era cuando ponían los anuncios, de tal manera que, cada vez que había una pausa en el programa para la publicidad, apagaba el televisor, y allí nos dejaba a todos, expectantes hasta que ella consideraba que había pasado el tiempo suficiente para que el tiempo de los anuncios hubiera finalizado y se hubiera restaurado la emisión de nuestro programa. Efectivamente, cuando se encendía de nuevo el aparato, los Hermanos Malasombra ya habían perpetrado alguna que otra de sus maldades y nos la habíamos perdido. Pero, bueno, no importaba demasiado. En aquella tierna edad y aquella época si algo sobraba era imaginación que utilizábamos siempre que la necesitábamos.

Valentina habría sido ‘la seño’ si así hubiéramos llamado entonces los niños a nuestras maestras, porque realmente era para nosotros como nuestra profesora que nos hacía reír cuando reprochaba su actitud a Locomotoro, o le daba la razón al Tío Aquiles, o escuchaba atenta, casi enamorada, al Capitán. Con casi tanta inocencia como nosotros derrochábamos, ellos nos explicaban y defendían en cada programa unos valores y una forma de ver la vida en la que primaba la importancia de la amistad y el respeto entre iguales. Posiblemente por la censura que sigilosamente acechaba, los Hermanos Malasombra, a pesar de lo que ellos mismos cantaban, no eran malos de verdad, sino que se quedaban en simples chicos traviesos vestidos de negro, que servían de antihéroes a las exigencias del guión del programa.

Y de repente, aparecía el Capitán Tan, ataviado con su gorra de aventurero y su camisa de rayas, y nos contaba cualquier aventura que él había vivido en sus viajes por todo lo largo y ancho de este mundo. Félix Casas, nuestro querido Capitán Tan, murió el pasado mes de enero de este bisiesto y nefasto 2020, antes de que el virus diera la cara y campara a sus anchas por el mundo entero. Estoy seguro que El Capitán lo sabía, o al menos intuía que algo así nos acechaba, porque, sabiendo que se nos cortarían las alas para viajar por el mundo, decidió subir más alto para seguir planeando desde otra órbita, y continuar viajando por todo lo largo y ancho de este mundo.

Yo le recuerdo con cariño y nunca olvidaré los viajes que hice a su lado, sin moverme siquiera de alrededor de una camilla con brasero de picón, donde nos comíamos la merienda cada tarde. Y también recuerdo con nostalgia aquella casa de la Tía Felisa, que olía a matanza colgada de viejas vigas de madera, y a ropa húmeda, y a niñez, y a pan con chocolate, y al Capitán Tan...

* Profesor