Todavía, aunque cada vez es menos frecuente, tras casi dos lustros de lo que se va tornando más y más irreversible, alguien me lanza: y tú, ¿por qué no vuelves a España? -interrogación que viene reforzada por alguna expresión del tipo: pero si aquí se vive muy bien, si tú eres tan española, tan del sur. A veces, escucho su reverso: pero si allí se vive tan mal, si no te gusta ese país. Lo que suele faltar en cada una de esas preguntas es un contexto histórico, un marco de referencia, un paisaje que ponga en contacto mis decisiones, puramente individuales, con las circunstancias que posibilitarían el tan añorado retorno: una estabilidad laboral equivalente a la que tengo aquí, o mínimamente digna. Volver o no volver, en principio, no nace de la iniciativa propia, o al menos no exclusivamente. A lo largo de los años he intentando construir patrones demográficos que me permitan comprender de dónde viene la interpelación en cuestión: en su mayoría, se trata de amigos o familiares que gozan de esa dignidad inherente a no saberse pobres, normalmente más viejos que yo, en muchos casos gentes que no han vivido en el extranjero. Sin embargo, ese perfil que he inventado para dotar de sentido a la lógica del exilio, me lo echan por tierra los que han viajado y han regresado, los que -sin habitar la pobreza- practican una economía de subsistencia que deja poco margen de acción, los jóvenes. En el fondo, creo que quien cuestiona mi biografía desplazada lo hace porque observa el mismo interrogante en mi rostro, como si quisiera corroborar mi pensamiento, azuzándolo hacia un espacio de dialogo que detenga la comezón interior: ¿por qué no vuelvo? La respuesta es tan gélida e impracticable como las calles enlutadas por el vórtice polar que nos visitó hace unos días.

Pensativa, enlentecida por tanta sinceridad y nerviosa, me enciendo un cigarro. No es baladí este acercamiento a uno mismo, y los factores que configuran mi estancia indefinida en la distancia parecen disiparse si me comparo con otros casos: no cuento, como algunos compañeros, con una carrera profesional brillante por la que luchar, puesto que mi verdadero oficio es la escritura y ésta se da en cualquier parte. Así, cada ascenso que infructuosamente busco persigue en la remuneración extra una compra de tiempo futuro: añadir dólares al plan de pensiones privado con la esperanza de poder jubilarme pronto y marcharme. Tampoco disfruto, como otros, de una vasta red afectiva a mi alrededor, y mucho menos me identifico con las políticas que promueven la falta de sanidad y educación públicas, el volumen abultado del ejército, el tratamiento de los negros, los inmigrantes y diferentes colectivos marginalizados, la legalidad de las armas o las altas cotas de ansiedad, las mayores del mundo. La nostalgia, que es locuaz pero dócil, me suele obligar a comparar la temperatura de la ciudad de origen con la de destino, a domar la lengua como a un animal salvaje que está punto de escapar del redil, o a pasar por momentos de adicción al trabajo simplemente para no darme cuenta de qué suelo estoy pisando. El urbanismo dislocado, la carestía de una comida insípida, la existencia de códigos culturales con los que me enfrento a diario tampoco ayudan. En última instancia, extraño cosas absurdas, me digo, como el sol, a mi madre -o la ironía.

Hace años que podría haber solicitado la ciudadanía americana. Hay personas que encuentran en la adquisición del nuevo pasaporte la cristalización de un propósito que hasta entonces era vago, la consagración de ciertos logros, o la pertenencia a una comunidad política que inaugura el derecho al voto y blinda el cuerpo contra ciertos abusos institucionales a la vez que otorga ventajas fiscales. En ocasiones, se exacerba el orgullo patrio recién sellado o se delimitan las lindes para una diferencia que se manifiesta dentro de la homogeneidad, sin perder del todo las tradiciones de salida o abrazando un cosmopolitismo ingenuo que legitima el ostracismo cuando se percibe como victoria. Por último, hay quien, habiéndose decantado por un polo de la dicotomía, subraya los defectos de la nación desechada y enarbola las ventajas de la nueva. En una raquítica libreta de tamaño bolsillo pueden caber sueños, pero también desencantos. La mía, para bien o para mal, es tan rebelde como granate. A veces me encantaría llenarla de poemas.