Amí no me importa confesar que tengo miedo al comienzo de curso. No me siento avergonzada por ello ni me considero cobarde. Otra cosa es lo que decida hacer con ese miedo, si superarlo, dejar que me bloquee, o racionalizar y aceptar lo que viene impuesto y tratar de mejorar lo que esté en mis manos. Tengo miedo por mis hijos, mucho. No quiero pensar en sus recreos, en todas las ocasiones en que a pesar de lo aprendido, se tocarán la cara, compartirán comida o se olvidarán de subirse la mascarilla, hartos del olor y del calor o de no que no se les entienda nada. Me asusta la posibilidad del contagio, y aquí no valen pamplinas ni tópicos literarios sobre que la única certeza es la muerte, y hay que aprender a vivir con ello. Ya, ya lo sabemos, pero teorizar y hacer comentarios de texto es una cosa, y el dolor innombrable por el sufrimiento o la muerte un ser querido, otra.

Septiembre, que ya era un mes extraño, a caballo entre la indecisión y el vértigo, se ha convertido en terreno minado. No hay espacios cien por cien seguros, pero al menos podría haberse intentado un consenso sobre la vuelta a las aulas no solo en las fechas, que también, sino en la ratio (con menos alumnos es más fácil mantener la distancia), en los turnos (pero para esto se necesitan más profesores) o en la utilización de otros edificios, y no dejar a los equipos directivos y a las autonomías todas las decisiones. Quienes hablan de grupos burbuja no han dado clase en su vida, no saben que un alumno no comprende la existencia sin acercarse a ver a su amor de la otra clase o al amigo, y que no hay instituto ni colegio que se precie sin alumnos levantados para ir al servicio, a sacar punta, a beber agua o a asomarse al pasillo para ver pasar al chico o la chica de sus sueños.

No sé cómo lo vamos a hacer, y ahora hablo por mí, porque voy a tener que aprender a estarme quieta en el aula, sin pasearme por las mesas, sin actividades extraescolares, que a veces son mucho más importantes que las clases, como el teatro, la charla de un escritor o un científico, sin museos, sin excursiones en las que nacen amores eternos que duran unos días pero quedan grabados para siempre, sin toquetear todo en un laboratorio. Y aun así, hay que volver, y estoy deseando volver, a pesar del miedo. La educación tiene que ser presencial. Lo otro, digan lo que digan, no deja de ser una burda imitación, un apaño, una pantomima que elimina lo que de verdad se enseña en un aula. Un alumno delante de una pantalla seis horas al día no es un alumno sino un autómata. Y un profesor no es solo una voz, un documento o una presentación. Necesitamos volver para dar a nuestros alumnos e hijos lo mejor de nosotros, una apariencia de normalidad, para que todo siga pareciendo igual, aunque de sobra sepamos que nada volverá a ser lo mismo.