TLta pasada semana leíamos una entrevista en este diario en la que Paco Rabanne confesaba haber visto a Dios por primera vez en un estadio de fútbol. Es por eso que, siendo niño, dejé de acompañar a mi padre a las canchas de fútbol: porque en vez de ver a Dios tenía que conformarme con vislumbrar a una panda de aguerridos futbolistas que se limitaban a correr tras un balón mientras las gradas palpitaban de un --para mí-- incomprensible fanatismo. El fútbol será un gran deporte, no lo niego, pero es trágico para un imberbe con veleidades humanistas ocupar cada tarde de domingo un incómodo asiento dispuesto a tener una experiencia mística y luego tener que regresar a casa cabizbajo sin otro consuelo que un mísero empate o, peor aún, un desalentador 0-1 con penalti injusto en el último minuto. Quizá yo no viera a Dios porque no usaba prismáticos, o tal vez me equivoqué al apoyar al equipo equivocado en la Liga equivocada. En cualquier caso, allí no había nada divino. Todo era humano, demasiado humano .

Pero aquellas jornadas deportivas no resultaron estériles del todo. Futbolistas y espectadores me enseñaron que la vida es un juego que consiste en correr detrás del algo inaprensible mientras una fuerza desconocida arbitra nuestros pasos en un ambiente ensordecido por los gritos de la apasionada Humanidad. Aunque la mayoría de los partidos lo pasamos lesionados o malhumorados en el banquillo, hay que mantener la esperanza de reencontrarnos con el gol, que es la sal del fútbol, y de la vida. Y todo ello aunque las metas sean borrosas y nunca aparezca el destello de un Dios redentor que ilumine nuestro juego.