TAtprovechando que a finales de agosto voy a tener unos días libres, he intentado averiguar si habría posibilidades de pasar esos días en Ibiza. Y posibilidades las hay, pero no para mí. Compruebo --sin excesiva extrañeza-- que viajar a la isla tiene precios de jeque árabe. Embarcar el coche en el ferry me costaría casi 600 euros. Si añadimos el precio de los billetes de los pasajeros, los gastos del viaje hasta Valencia o Denia --puntos desde donde salen los barcos--, el hospedaje y la manutención, resulta que seis días de vacaciones se iban a convertir en un vía crucis económico del que me iba a costar recuperarme. Al parecer todo está en crisis menos los precios. Dos son las conclusiones: o la crisis que sufre el país no es tan grave como se dice, o sí lo es pero siempre queda una casta privilegiada, exenta de indignación, que puede permitirse unas vacaciones de sol, calas y ciertas dosis de libertinaje.

Mi objetivo no era descubrir algo nuevo bajo el sol (ya he visitado Ibiza en varias ocasiones), sino simplemente romperle la cintura a la monotonía.

Haciendo de la necesidad una virtud, reconozco que llegado el caso podría pasar el verano sin abandonar la jungla de asfalto y cambiar sin dramas los hermosos paisajes ibicencos por las igualmente hermosas puestas de sol que se observan desde la ventana de mi estudio.

Pese a todo, en ciertos aspectos soy imperfectamente afortunado: la tarea literaria favorece que, al margen de la precariedad, mi vida sea lo bastante aceptable durante todo el año para no tener que convertir las vacaciones de verano en un ilusorio bálsamo medicinal de dudosa eficacia.