El otro día vi en televisión al hostelero insumiso de Guadalmina afirmar con la bravura de un toro que el gobierno no sabía quién era él. Se equivocaba. El gobierno sabe quién es él en relación al Estado: un pringado como yo; un pringado como 44 millones de españoles. Parece ser que este hombre no solo ha perdido la cabeza sino también el sentido de la realidad. Si pensaba que se iba a salir con la suya y sortear la ley antitabaco por la cara bonita, resulta que es aún menos cabal de lo que parece a simple vista. Si el individuo, un solo individuo, pudiera ponerse el estado por montera e insubordinarse cuando alguna ley o decisión política no le guste, yo sería el primero en echar mano del bazoka. Me alzaría en rebeldía contra el estado por expoliar a los conductores con multas arbitrarias; por obligarnos a llevar un coche de tan solo cuatro años a la ITV; por brearnos con impuestos; por permitir la subida de la luz en un 11%; por permitir que el ciudadano sea un rehén, sin capacidad de defensa, de la venta telefónica; por convertir a las ciudades en estados policiales atestados de cámaras de vigilancia y radares.

Por estos y otros motivos me alzaría contra el Estado si supiera que iba a vencer en la batalla. Pero hablo por hablar... En realidad no haría esta guerra aunque supiera que iba a ganarla, porque si todos nos comportáramos como toros bravos, esto dejaría de ser un país para convertirse en una ganadería de miuras. Al final, como era previsible, el hostelero insumiso de Guadalmina acatará la sentencia que felizmente nos liberará a los ciudadanos de los malos humos, incluido los suyos.