La noche del sábado fue noche de atolladero en Olivenza. El Maila, primera estación de penitencia para después de los toros, estaba a reventar. Más bien señoritos. De aquí y de allá. Juan es auditor de cuentas en Lugo. Un tío simpático; hará unos años me lo presentó Enrique Píriz. Juan insiste en que vaya a Lugo, que me invita a percebes. Estoy por ir y comprobar la magnitud del cotarro. El doctor Ambel, don Isaac, se suma a la propuesta y propone, como no podía ser de otra manera, llevar a Lugo algo de chacina ibérica de su propia matanza. Cada vez se me hace más difícil decir que no al auditor lucense. Me deja su tarjeta y me excuso por andar destarjetado. Aprovecho y le pregunto al doctor por Toñete, al que atendió, y me dice que ya está en manos del doctor García Padrós.

A empellones salgo al paseo. Olivenza tiene dos paseos, el grande y el chico. No estoy ya para investigaciones sobre cuál es cuál. Lo que sé, es que ambos están tomados por gente. Los entrados en años o en niños, aprovechan los veladores para ver pasar la fiesta. Los jóvenes cuelgan hasta de la fuente. Música. Los civiles vigilan con discreción. Varias de las casas parecen estar asaltadas por turbas de juerguistas. Muchos jóvenes de esos que ya pegan sus últimos tiritos, como dice mi hija desde sus veintiún insultantes años.

La carpa, cuando llego, bulle. Que si la tele, que si Vara. Vara en la tele. En directo desde Olivenza para Extremadura. Los del stand de la diputación parece que ya saben porque no les funciona la realidad virtual. No son las pilas, parece que son los inhibidores de la NASA. La NASA me pareció entenderle a Pedro Ledesma. Eso, o algo así. Para compensar me regala una almohadilla, que agradezco. Magníficas las patatas con mojo picón que sirven en uno de los puestos de la carpa; se anuncia como canario, aunque el acento no le acompañe. Vuelvo a pedir perdón por mi muy mal oído para los acentos. Patatas con mojo picón, lo mejor que he comido en la carpa; tiene su guasa.

Trato de volver a la cama mía, a Badajoz. La gente del concierto de Siempre Así va llegando al paseo. El chico, el grande y el otro, si lo hubiera.

Duermo lo que puedo y vuelta. La Guardia Civil vigila la carretera. «La documentación, por favor». Aparco cerca de la plaza. Los bares a reventar. Media de mantequilla en La Encina. Allí también, desayunando, Juan María González, filarmónico en Olivenza, bibliotecario en Barcarrota y grande donde pise. ¡Cómo suena ese pasodoble Olivenza cuando asoma el sexto de la tarde! Pero volvamos al pan, que no todo va a ser música. No hay manera de tomar otra tostada en lugar alguno. Saludo a diestro y siniestro. El alguacilillo maquea su montura en plena calle. Cambio impresiones con Israel Lancho (diestro) Y con Pepe Elbal. «¡Cómo estuvo Ponce! ¡De caireles!» Ponce es como Nadal ganando Roland Garros. Lo tenemos visto. Y quisiéramos verle ganar mil y una veces más. Está por encima. Ponce, para sus detractores, no se mancha el traje. Pepe Elbal (y yo) preferimos los toreros limpios.

En una terraza, dos de mis hermanos en humos, Juan Durán y Luis Mateos, velan los charutos que arderán hoy. Dios, que es omnipotente, le permite a Juan Durán zumbarse tres cigarros puros en el mismo festejo como a mí tres desayunos en la misma mañana. Ahora anda enfebrecido con el Macanudo Vintage, anilla metálica, que se fumó ayer. Juan Durán, no Dios.

Paco Naharro, 86 años, centellea como un cohete para conseguir el orden de lidia. Felipe Albarrán me cita en la puerta de sombra. Quiere entregarme el carnet 1.905. El de la temporada de la refundación de nuestro querido y entrañable Club Deportivo Badajoz; entonces, Club Deportivo Badajoz 1905. Felipe pujó en una subasta por ese número de abonado y ganó (porque aflojó más la bolsa que cualquier otro pacense, e incluso, que cualquier otro humano). No fue a partido alguno, pero quiso colaborar en que Lázaro resucitara. Siempre se lo agradeceré. Hará unas semanas, cuando Felipe leyó, en estas mismas páginas, mi propuesta de un museo blanquinegro, de inmediato me ofreció la pieza.

Entro en la plaza. Manolo Barrena suele decir que nunca ha ido a una matinal; que los toros por la mañana son solo para turistas. Y en alguna medida, acierta. Pero las mañanas oliventinas son limpias: el silencio es más hondo y la luz más campera. En un tendido de sombra el presidente Monago desenfunda el teleobjetivo. En un burladero de callejón, junto a Felipe, Padilla y Morante. ¡Cuánta torería en el mismo burladero!

Y Ferrera... torero de mi palo. ¡Qué delicia! Profundamente humano. Ferrera torea como Miguel Hernández escribe. Con la hombría por delante. ¡Varón! Como si una fuerza telúrica le poseyera.

Queda lo de la tarde. Morante, Roca y Ginés. Queda la traca final. Los de Daniel Ruiz. Queda el cara y cruz de los triunfos. Quedan los cielos rojos del atardecer rayano. Queda esperar a que el sol salga de Olivenza por Puente Ayuda. Queda abandonar el coso oliventino, despacio, muy despacio. Queda decir adiós, con una mancha de cal en el tacón del zapato, y la vida, por unas horas, en ventolera. Así se sale de los toros. Al menos, en Olivenza.

¿Y el ratito de después? Ese no se cuenta. Ese se duerme. Y se sueña.