Historiador

A veces, en mi infinita inocencia, me veo sorprendido por el pozo inagotable de mi propia capacidad para la sorpresa. Lo he dicho alguna vez y no me canso de volver a repetirlo: durante muchos años me he visto adulado por una derecha que parecía convertida a postulados no ya progresistas sino incluso revolucionarios, aplaudiendo posturas que siempre juzgué contrarias al aburguesamiento y el conservadurismo.

¡Oh!, qué derecha tan reconvertida. Hasta esas viejecitas temerosas, votantes en camilla, cumplidoras hasta la extenuación de su deber político-religioso de acercarse a las urnas puntualmente para aupar al PP, me paraban en la calle para felicitarme por mis latigazos al PSOE. No digamos de los concejales populares , con su campechanía cómplice. Sin embargo, ahora, cuando he dado el paso repensado durante tanto tiempo, actuando en conciencia y comprendiendo donde está el auténtico adversario y no al que por matices zahería, siento el zarpazo de la fiera agazapada.

Sí, esa derecha interesada, buscadora de cómplices en los más alejados oponentes, con sonrisa de hiena y abrazos tiernos de oso pardo del bosque, sabe donde lisonjea. Y sabe herir como ninguno. Le viene de la historia y le viene de los enormes intereses económicos que pone en juego. Lo malo es que en su trampa solemos caer los que actuamos, cándidamente, con buena voluntad. ¡Ojalá las izquierdas supiéramos unirnos, salvando las pequeñas --o a veces algo más-- diferencias, como lo hacen las derechas, desde la más golpista, hasta la más discreta y aparente! Otro gallo nos cantaría entonces; el gallo rojo de la vida y no el gallo negro que avasalla, acapara, busca aliados con los que machacar y no permite que los proyectos solidarios cristalicen.