WEw l abandono por parte de la presidenta del PP en el País Vasco, María San Gil, de la comisión que redacta la ponencia política que se debatirá en el congreso que los populares celebrarán en Valencia el mes que viene no puede ser entendida como una escaramuza más dentro de las tensiones que vive la formación de la derecha desde la derrota electoral del pasado 9 de marzo. Estamos ante una revuelta en toda regla que ilustra mejor que ningún otro episodio anterior las dificultades que va a tener Mariano Rajoy, actual presidente del partido y único dirigente que hasta ahora ha anunciado la candidatura cara a la cita de junio, para llevar adelante su plan de renovación de caras y de mensajes como paso previo a su vuelta a intentar el retorno al poder perdido en el 2004.

Es un revuelta de mayor calado que las tensiones habidas hasta ahora porque María San Gil se ha convertido en un símbolo para el PP por su tenaz y valiente resistencia ante la presión del terrorismo etarra contra políticos, principalmente de su partido y del PSOE. Ha sido esta una actitud que le ha llevado a mantener una distancia sideral con el nacionalismo democrático vasco, al que considera no tanto cooperador necesario pero sí tibio ante la banda armada y más tibio aún en la defensa de las víctimas que la banda genera.

Y estamos ante un episodio señalado porque en esta ocasión se ha producido un alud de reacciones de pesos pesados del partido, desde Esperanza Aguirre hasta Angel Acebes, pasando por Jaime Mayor Oreja, Juan Costa o Ana Botella. A todos ellos les une una reflexión común: San Gil representa una línea política que el partido no debe perder. Si quiere afianzar su poder en el partido, Rajoy debe darse prisa en apagar este fuego, porque la lista de adhesiones a la dirigente vasca no va a parar de crecer y puede ser un elemento decisivo para que cuaje una alternativa al liderazgo, ya debilitado, del actual presidente de los populares.

El pulso en torno a la ponencia política que será debatida en junio tras el reglamentario proceso de enmiendas, y que ayer fue dada a conocer en sus rasgos principales, indica hasta qué punto en los cuadros del PP se ha interiorizado en los últimos años --desde el asesinato de Miguel Angel Blanco y el posterior pacto de Lizarra-- que el nacionalismo, democrático o no, es un enemigo a batir y con el que no caben acercamientos ni acuerdos políticos. No deja de sorprender esta posición cuando Aznar, en su primer mandato presidencial, alcanzó fértiles compromisos con los catalanes de CiU e incluso con el PNV. Pero después el PP optó por la confrontación, lo que le ha dejado políticamente aislado y con graves dificultades para sumar votos en Cataluña y el País Vasco, como se ha comprobado en las elecciones del 9-M. Pero todo indica que hay un sector duro en el PP --fuertemente respaldado por algunos medios de comunicación-- que no va a consentir una política de mano tendida a los nacionalistas, aunque esa actitud, como dijo ayer el emergente Moragas, forme parte de lo mejor de la historia del PP.