El cuartelazo que ha acabado con el presidente de Honduras, Manuel Zelaya, en el exilio y con el presidente del Congreso, Roberto Micheletti, en la jefatura del Estado, aupado por los centuriones, reúne todos los ingredientes de las asonadas que pespuntean la historia de América Latina desde el final de la colonia. Más allá de las razones concretas esgrimidas por los golpistas, lo que realmente ha excitado los cuartos de banderas ha sido la oposición de la oligarquía local al populismo socializante "liberalismo socialista, según Zelaya" del presidente depuesto. Alguien a quien las grandes fortunas del país tuvieron por uno de los suyos hasta que llegó al poder y sumó su confuso programa de reformas al no menos confuso frente bolivariano, encabezado por el imprevisible presidente de Venezuela, Hugo Chávez.

Los pretextos esgrimidos por el generalato no resisten, por lo demás, el menor análisis. La autonomía exhibida por Romeo Vásquez, jefe del Ejército, desde que el Tribunal Supremo tachó de anticonstitucional la reforma de la Carta Magna, que el domingo debía someterse a referendo, es simplemente una violación de la supremacía civil por más dudas que suscitara el propósito de Zelaya de ajustar la ley a su objetivo de presentarse a la reelección.

La unanimidad internacional en la condena no debiera inducir falsas esperanzas: los gobiernos de facto en Latinoamérica han sido más fuertes con harta frecuencia que la legitimidad y la decencia. Honduras es un pequeño y muy pobre país, y su capacidad de movilizar las conciencias y deshacer el golpe es modesta.