No hace tanto que la esclavitud fue abolida oficialmente. Otra cosa es que se haya extinguido. El hombre siempre ha sido moneda de cambio para el hombre, mercancía más o menos apreciada o devaluada. Los esclavos no dejaron de estar presentes ni tan siquiera con el primer atisbo democrático en la anciana Hélade. Los hubo en Egipto, Roma, Bizancio y hasta no hace mucho en el país que impone como ninguno su ideal de la libertad, sobre todo cuando le resulta económicamente beneficioso: EEUU.

Sigue habiendo esclavitud. Más disimulada, enterrada bajo las asépticas e interesadas estadísticas de los cuestores, o tras la etiqueta de los productos que compramos. Nuestra civilización no está tan lejos de aquellos días en los que el esplendor del Foro o del Agora no dejaba ver el primer peldaño de la decadencia; a pesar de los avances de nuestra capitalcracia las diferencias entre quienes tienen y quienes desean se hacen cada vez más palpables. Personas de ojos rasgados malviviendo en sótanos y naves de los polígonos industriales, temporeros de tez oscura en los campos de cultivo. Rumanos, marroquíes, nigerianos en los traicioneros andamios de la construcción. Eslavas y suramericanas en los servicios domésticos y en los clubes de alterne. Jóvenes paisanos cuya única posibilidad de prosperar es alistarse en el ejército o servir mesas en los restaurantes de la costa. El bienestar de nuestros pueblos y ciudades está cimentado sobre la silenciosa labor de gentes maltratadas por una sociedad insana, carente de escrúpulos. Esta bonanza es ya tan sospechosa como lo fuera en la Roma del siglo III d.C. Somos miembros de una élite pasmada, privilegiados patricios, verdaderos aristócratas en un mundo de esclavos reducidos a una existencia sin posibilidad de huida ni de mejora; y todo para que esté atada y bien atada la tranquilidad de nuestras villas, para que podamos pasear por los parques con nuestros hijos y dediquemos el tiempo que sobra a lo que nos place: ir a las rebajas o al circo los domingos, discutir de política; votar, quejarnos amargamente de la crisis; escribir un artículo para el periódico.