La breve visita que el presidente del PP, Mariano Rajoy, realizó ayer a Melilla se inscribe en el desajuste de las relaciones entre Madrid y Rabat que se ha vivido este verano. España y Marruecos --países vecinos pero con intereses muchas veces divergentes y con contenciosos territoriales que hunden sus raíces en la historia-- han discurrido en las últimas semanas por el tobogán de la tensión y la distensión debido al presunto pero nunca probado maltrato dado a ciudadanos de Marruecos en la frontera de Melilla. Tras muchos días de tirantez, a finales de agosto el suflé bajó de la noche a la mañana con la visita del ministro del Interior a su homólogo marroquí y a Mohamed VI.

El gesto de ayer de Rajoy podía, pues, interpretarse a priori como una iniciativa que reabriría la crisis, y la airada protesta del primer ministro marroquí permitía abundar en este temor. Pero el líder del PP, tras reivindicar su derecho a viajar a la plaza norteafricana como "acto de soberanía", estuvo comedido en sus declaraciones in situ, hasta el punto de que el presidente del Gobierno consideró que fueron "en la buena dirección". Poco o nada que ver, por tanto, con la actitud desafiante que caracterizó el viaje de José María Aznar a Melilla durante la tensión de agosto.

Rajoy actuó responsablemente y contuvo la tentación de querer ganar votos presentándose como más patriota que el Gobierno. Aunque de eso se encargaron sus adláteres en Madrid, la actitud personal del jefe de la oposición es un síntoma esperanzador en torno a un aspecto clave de la política exterior española.