Me gusta cambiar de ciudad de vez en cuando. Entregarme a esa pasión que tiene descubrir nuevas calles o patear las que antes han pisado mis pies en un ejercicio que, reconozco, cuenta con algo de nostalgia y mucho de necesidad. A veces es bueno probarse y, también comprobar que la vida tiene tantos colores como días y que las calles son un fiel reflejo del estado de ánimo de un lugar cualquiera. Por eso, quizá ahora más que nunca, sea el momento de reivindicarla como un verdadero espacio de expresión, escaparate también de la crisis y, al fin y al cabo, principio y final de nuestra vida en sociedad. Ejemplos tenemos para todos los gustos. Solo hace falta repasar los periódicos del último año.

Después de un duro invierno, la explosión de la primavera ha devuelto la pulsión a las aceras, la vida a los paseos y la música que, como este fin de semana, inundará Cáceres con el Womad para orgullo de la ciudad. Y la calle, de nuevo, será protagonista de esa historia de amor que nace con el estallido del sol, tan necesario y vital que cuesta imaginarse la vida sin ese privilegio.

Escuché hace unos días a alguien contar que hay que ir a la calle a estar con la gente, para saber, sin intermediarios, qué bulle en los cuerpos, qué preocupa... Recomiendo ese ejercicio. Descubrir esa fórmula como una receta mágica demuestra la obligación que todos tenemos de escucharnos para entender, para entendernos.

Porque no hay futuro si no sabemos adivinar qué se respira fuera. Quizá ese sea uno de los males de nuestro tiempo: no saberlo. Por eso, propongo mirar y aprender, disfrutar del claroscuro de las aceras. Ahí está la vida. Seguro que también las respuestas a tanto miedo.