Brasil es un país enorme y con grandes riquezas. También tiene desigualdades sociales extremas. Desde la llegada al poder del Partido de los Trabajadores, en el 2003 con Lula da Silva , 40 millones de personas de un total de 198 millones de habitantes han salido de la pobreza. En esta década la situación económica del país no podía ser mejor: capital extranjero atraído por elevados tipos de interés, precio favorable de las materias primas, inflación controlada y alta tasa de crecimiento. Pero estas condiciones, que hicieron de Brasil uno de los países emergentes más interesantes, tanto como para obtener la organización del Mundial de Fútbol del 2014 y los Juegos Olímpicos del 2016, están cambiando.

El crecimiento fue el año pasado apenas del 0,9% y muchos sitúan la inflación muy por encima de la cifra oficial del 5,69%. El aumento de precio del billete de autobús ha sido solo la chispa que ha desatado una oleada de manifestaciones en todo Brasil. La protesta se nutre del temor de muchos a verse devueltos a la franja de pobreza, de la insatisfacción de ver cómo servicios básicos --educación y sanidad-- siguen siendo inalcanzables para la mayoría (lo que bloquea la movilidad social) y de la indignación por el enorme coste de las dos citas deportivas. Y también se protesta contra la corrupción, que Dilma Rousseff , a diferencia de Lula, empezó a combatir. Son muchos los motivos por los que los brasileños están saliendo a la calle, pero lo que está en el fondo de la protesta es el modelo de desarrollo.