Hace tiempo que dejé de ver Gran Hermano. En realidad sólo aguanté delante de la pantalla una edición, lo suficiente para entender que aquel supuesto experimento sociológico nada tenía de ello, por mucho que entonces esas dos palabras no dejaran de repetirlas presentadores bien pagados en busca de audiencia para la cadena. Excusa que hoy se mantiene, eufemismo sin igual de quienes se siguen aferrando a la pantalla.

Estos días se han hechos públicos los sueldos que estarían cobrando algunos de los personajes de la --supuesta-- edición VIP del programa. Personajes importantes que se convierten en espejo para muchos por haber pasado una noche con otro famoso, concejalas con más pasión por las cámaras que con los salones de plenos, vividores de realitys, y mediocres celebridades. Donde echo en falta a científicos, sociólogos y escritores, que estarían si en realidad tuviera algún atisbo de experimentación.

Y por más que he intentado no mosquearme no lo he conseguido. Me he enfadado. Me he encabronado mientras soy espectador de como el tamaño del pene es más importante que la cantidad de neuronas; o como la silicona está ganando la batalla a las letras. Y no puedo evitar la desesperanza cuando recuerdo como compañeros de universidad han tenido que hacer las maletas y marcharse; como amigos tienen que aceptar sueldos vergonzantes para el que los paga para poder sobrevivir; o como carreras que hubieran sido brillantes se han apagado por culpa de la maldita crisis.

Yo, siempre liberal, no puedo evitar acordarme de Valle-Inclán, que cambió de bando cuando le superaban las injusticias, y tomar su ejemplo. Porque si el liberalismo nos va a llevar a la indigencia intelectual lo mejor será desecharlo de una vez sin miramientos; y si los políticos tienen que actuar contra la conversión de la televisión en porquería mientras deja a la deriva su función de servicio público, ya están llegando tarde.

Twitter: @jmmartinache