Nos quieren matar. Persiguen nuestra aniquilación. Nos masacran porque tenemos otra concepción de la vida. Porque lucimos nuestra piel sin pudor. Porque trabajamos por una igualdad entre hombres y mujeres que, cada día, está más cerca. Porque, en nuestras naciones, las diversas expresiones o manifestaciones del amor son ya algo cotidiano. Porque, en definitiva, disfrutamos de la libertad y la democracia.

Para ellos, somos los infieles. No rezamos a su Dios, y por eso tenemos que morir. Les da igual si profesamos una religión distinta a la suya, si somos agnósticos o ateos. Los mandamases, islamistas radicales, se sirven de los que viven en la más pura pobreza, de los que vagan desnortados sin claras referencias morales, de los que no tienen brújula en la conciencia, para alcanzar sus miserables objetivos.

Los modelan, paulatinamente, hasta convertirlos en unos autómatas dispuestos a detonar su vida con tal de segar las nuestras. Les lavan el cerebro y les insertan la semilla del odio en el alma. Retuercen las escrituras de su profeta para dibujar a Occidente como un enemigo peligroso al que hay que abatir. Y, así, consiguen que decenas de miles de seres humanos se olviden de lo hermoso que es vivir, abducidos con la idea de que su sacrificio les facilitará el pase directo a un paraíso en el que serán recibidos como héroes.

Los tontos útiles -rebosantes de odio- hacen cola para inmolarse, mientras que los directores de la macabra orquesta, los malvados que los empujan al abismo, disfrutan de una vida de lujos y placeres terrenales. Es una historia vieja y truculenta. Pero es, también, el presente cercano y tenebroso que nos aterra. Esa realidad que pretendemos ignorar y que nos golpea, con dureza, cada vez que atentan contra nuestra civilización. Y es, sin duda, el futuro lúgubre que va camino de imponérsenos si no se responde de un modo diferente a como lo han hecho, hasta ahora, nuestros gobernantes, partidos políticos y sociedad. Porque no hace falta ser experto en política exterior para darse cuenta de que silbar y mirar hacia otro lado no nos conduce a ningún puerto. Y si nosotros, los ciudadanos occidentales, no hacemos nada para defender nuestra modo de vida, la democracia y la libertad, no podemos esperar que nadie venga a hacerlo por nosotros. Algo está claro: o nos movemos, o sucumbiremos.